Cuando Min Ji pensaba en el fin del mundo, en ocasiones se le venía a la cabeza la imagen de la más dulce destrucción y se preguntaba si, algún día, ella podría contemplarlo con sus propios ojos.
Era un capricho fugaz.
Lo efímero y fantasioso, casi excitante, de contemplar un final que precedía a un nuevo inicio.
Para ella no había nada más hermoso que el rojo. El rojo del fuego, el rojo de las luces que indicaban peligro, el rojo de la sangre derramándose.
El rojo de la sangre que manchaba su hasta hacía poco inmaculado vestido blanco.
En sus grandes mejillas, sus profundos hoyuelos y sus diminutos ojos, en su preciosa sonrisa, cualquiera podía encontrar paz.
Desde bien pequeña había sido así.
La gente se le acercaba como si fuera un ángel, esperando ver esa hilera de dientes mostrarse en esa mueca de felicidad en sus labios cuando sonreía.
La dulzura personificada, una pequeña serafín sin alas.
Todos deseaban ser amados por ella, ser atrapados por su embriagadora y pura aura de benevolencia que podía concederles el cielo.
Muchos decían que morirían por ser queridos por Min Ji.
A ella, sus padres le decían que siempre demostrara su amor con todas sus fuerzas.
Y Min Ji amaba a todos. Amaba a todas y cada una de las personas del planeta. Amaba sin excepción, tanto como amaba la destrucción, como amaba el color rojo, como adoraba las cosas que se pintaban de rojo.
Por eso amaba a los seres humanos, a todos y cada uno de los seres humanos.
Porque eran rojos. Siempre fueron rojos.
Rojos por dentro.
Rojos si sus cuerpos eran golpeados con la suficiente fuerza.
Rojos cuando su piel se abría.
Un espectáculo carmesí al que ella deseaba dar todo su amor, entregar todas sus ansias de destrucción.
Sentada en el suelo, con sus piernas mancharse del color que ella más amaba, Min Ji sonreía enternecida observando el rojo salpicando en todos lados.
Sobre sus piernas reposaba, en posición fetal, el pequeño cuerpo frío del ser más hermoso, más bello y perfecto que Min Ji hubiera contemplado jamás. Traspasando la pintura carmesí que adornaba hasta el último rincón de su pequeño cuerpo; hasta el último mechón de sus cabellos; hasta el vestido blanco de Min Ji del que blanco quedaba poco, a las piernas desnudas de ella de las que apenas podía apreciarse un ápice sin manchar.
Ese humano al que ella más quería, al que ella más quería pintar de rojo.
Ese que estaba colocado sobre ella mientras ella le dedicaba esa sonrisa de ángel que conquistaría hasta al más perverso demonio.
Su pequeño hermano menor, Chang Kyun y sus seis primaveras; sobre su hermana Min Ji, dos años mayor.
Con la sangre inundando su cuerpo de forma irremediable.
Sangre que no solo manchaba a Chang Kyun y a Min Ji, sino que lo hacía con todo el salón.
A los pies de sus cuerpos, con Min Ji sentada y su pequeño hermano sobre ella, la sangre se seguía derramando, la destrucción y el amor seguían fluyendo de las pieles abiertas, magulladas y seccionadas de dos personas más. De quien había heredado Min Ji su generosidad, de quien había heredado Chang Kyun una similitud en sus facciones difícil de explicar. Yeo Joo, la mujer que les dio la vida a los dos, junto con esa persona de la que Chang Kyun había heredado su sosiego, de la que Min Ji había heredado sus ojos pequeños. Hyun Woo, el hombre con el que compartían Chang Kyun y ella la mitad de su sangre.
La destrucción era salvación. La sangre era vida.
La belleza: sacra, superior a cualquier otra cosa. Diversa en su forma de exhibirse, única como forma de demostrar el amor más puro.
Y sus padres habían sido bendecidos en la manera más explícita de Min Ji de decir te quiero. En la sangre que brotaba, como flores, de sus cuellos desgarrados.
"Noona, tengo frío" De pronto, Chang Kyun se dirigió a su hermana mayor en un susurro débil, apretando con mayor fuerza entre sus manos el cuchillo que había degollado a Yeo Joo.
Pegó las piernas al pecho, tratando que la humedad de la sangre bañando su cuerpo no le hiciera perder más temperatura corporal.
Y ella, ampliando la sonrisa que dedicaba a su pequeño hermano; su persona preferida en el mundo; su cómplice en esa masacre, abandonó en el suelo el cuchillo que había degollado a Hyun Woo y sujetó a Chang Kyun en un abrazo. Le pegó a su propio pecho mientras le mecía con cuidado entre sus brazos.
Mientras le cantaba una nana y le daba calor con su cuerpo.
Mientras la sangre y el asesinato de sus padres les unía como el lazo rojo más inquebrantable de todos.
Jookyun || 2019.04.18
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Gloomy April » MONSTA X. Short Stories.
HorrorTodos ellos sabían que el amor brotaba como las flores en abril, con paciencia y sin prisas. Pero su amor florecía rojo en el infierno porque era falso, porque ellos no amaban a las personas a las que amaban. Amaban mancillarlas y poseerlas. Solo qu...