MI AMOR POR TI
Yahualica, Jalisco. México. 1935.
En una habitación de paredes altas de adobe y techos abovedados, sobre un lecho de finas maderas tallado por lo mejores artesanos de la región.
María, la hija mayor de la familia Ruvalcaba daba a luz a su primer bebé.
***
Don Felipe y Doña Felicitas, ambos de descendencia española, tuvieron dos hijas: María e Isabel. Ambas mujeres de gran belleza y gracia, una más que la otra aparentemente, ya que cuando Isabel cumplió la edad suficiente para poder pasear por el pueblo y seguir la costumbre de caminar en círculos por el quiosco, para ser vista por los muchachos. Fue ella, de tan solo quince años quien acaparaba más miradas que María de veinticinco años, con rasgos más toscos pero aun así, hermosa.
Fue Silvestre Ornelas un joven acaudalado que se había ganado sus tierras por ser el mayordomo de Don Severino, que al perder a su único hijo en la revolución, pasó sus bienes al joven que le brindó su lealtad hasta el día de su muerte. Pues fue él, quien aquel domingo de las fiestas del Señor de Encino— imagen de Cristo venerado en aquella región— Vio en Isabel la ternura, la compasión y el afecto para saber que ella sería la madre de sus hijos. Y le bastó mirar cómo ayudaba a una pequeña niña, que al tropezarse con el adoquín, cayó de rodillas con su bolsa de cacahuates asados, regándoles por todo el piso. Isabel la acogió y ayudó a la niña que con torpeza esquivaba los pasos de las dos corrientes de gente que pasaban.
Ese simple gesto, llamó la atención de Silvestre que de inmediato salió de entre el tumulto de muchachos, aventó el cigarro de hoja y se inclinó para tomar la delicada y blanca mano de Isabel.
Como era de esperarse la muchacha respingó y se refugió en las naguas de su hermana María, quien al notar la intención del joven, se postró frente a él erguida como los pavorreales cuando quieren intimidar. Con su colorete en las mejillas le esbozó una mueca, a lo que el joven reaccionó retorciendo una sonrisa y quitándose el sombrero para hacerle una reverencia y retirarse, no sin antes lanzarle una mirada de deseo a Isabel.
No tardó en investigar con sus peones quienes eran esas muchachas y a qué familia pertenecían, y al domingo siguiente con la cara bien lavada y con su mejor casaca. Bajó por la cañada en su caballo y se presentó a las puertas de la iglesia del Señor del Encino, en Ocotes de Moya, donde sabía que la familia Ruvalcaba y muchas más, asistían cada domingo a la misa de once. Entró con devoción y escuchó la misa aún sin dejar de mirar la negra cabellera de Isabel que contrastaba con los rubios rizos de su hermana mayor.
Al salir tomó valor con una calada de su cigarro de hoja y se mostró decidido a presentarse ante Don Felipe para pedir audiencia y solicitar la mano de su hija, pero su tío Don Gilberto lo persuadió de que antes debía mandar un portador para solicitar la mano de la muchacha.
Unos días después su tío y un sacerdote volvían con la respuesta de que sí aceptaba casarla, por supuesto ya habían aclarado quien era él y lo que poseía. Solo bastó mencionar el nombre de Silvestre Ornelas para que Don Felipe reconociera en aquel muchacho la educación que Don Severino le dio. Concretaron en breve una audiencia, donde Silvestre se presentó con su tío, un caballerango de la Hacienda del Toro. Y para sorpresa de Silvestre, Don Felipe mandó llamar a la muchacha y la sorpresa fue para ambos. Era María, quien miró con desdén al avergonzado y sorprendido hombre, y él no sabía cómo explicar que debió especificar bien por cual hija venía.
Se montó un argüende cuando con vergüenza retorcía su sombrero en las manos al decirle a Don Felipe que venía por Isabel.
—Usted debe de estar loco muchacho atolondrado, ¿Cómo ha venido a pedir a Isabel? Ella es la más chica y como tal debe quedarse y ser el báculo de mi vejez—Arremetió de inmediato Doña Felicitas. —No podemos darla en matrimonio, debería usted anticipado dicha condición.
—Discúlpeme el mal entendido Don Felipe, pero es por ella por quien solicito su merced.
—No, muchacho no es posible, pero ahora que si tanto quieres mi bendición. Aquí esta María, te ofrezco su mano y una anega más de plata.
El rostro de María totalmente desencajada ante el ofrecimiento de su padre, chasqueó la boca y se sentó indignada en una silla de mimbre que justo habían colocado para la audiencia.
—Dispénseme Don Severino ante la confusión, pero es Isabel el motivo de mis anhelos.
—No está usted oyendo, señor—Se dirigió María hacia Silvestre— Mi hermana no debe casarse, y ante semejante atrocidad, debería tomar su sombrero que tan apretujado trae y retirarse y no causarnos más molestias.
—Disculpe señorita si esperaba que viniera por usted, no se sienta ofendida que usted también tiene su belleza pero busco alguien más joven que me acompañe en mi andar.
— ¡Me está usted diciendo vieja! ¿Qué no se ha mirado usted? Es un poco mayor para andar de casadero, ¿no?
—No me casado, ni buscado mujer, porque antes quería ser alguien y tener algo que ofrecer. Si me dan su permiso, a su hermana no le hará falta nada, ni pediré dote alguna.
—Mire, joven, usted debe saber que se respetan las tradiciones y que es deber de mi hija menor quedarse al cuidado de sus padres—dijo tranquilamente Don Felipe— le doy como opción a María.
—No padre, yo no quiero a este—contestó de inmediato María con enfado.
—Ni yo a usted, no se altere—Replicó Silvestre.
—En ese caso joven, no llegamos a ningún acuerdo—intervino Doña Felicitas.
— ¿Y por qué no preguntarle directamente a su hija, por quien solicite esta audiencia?—preguntó Silvestre.
—Mire joven, no tiene caso que gastemos más saliva, Isabel no es casadera punto y se acabó—indicó Don Felipe.
Silvestre soltó un bufido más de impotencia que de darse por vencido. Esa muchacha; esa niña lo había cautivado y sería de él a como diera lugar. No insistió más, dio otro apretón más a su sombrero, se disculpó y salió junto con su tío que no fue de mucha ayuda, dispuesto a hacer lo que todos los hombres hacían a capricho; Robarla.
Al salir, miro de reojo que detrás de un árbol la pequeña figura de Isabel lo observaba escondida, no le dijo nada, solo un cruce de miradas y percibió en ella su interés. Le hizo una reverencia con su sobrero, y le dibujó una sonrisa que le dejó adivinar sus intenciones a Isabel, la muchachita le devolvió la sonrisa, y eso era lo suficiente para trazar sus planes.
No pasaron ni veinte días cuando Silvestre a hurtadillas con unos cinco de sus peones entraban a la troje de la hacienda donde Isabel jugueteaba con los frijoles dentro de un costal, mientras su padre sentado en un escritorio improvisado de barriles de maíz le daba la raya (pago) a su mayordomo para pagar sus trabajadores.
Silvestre saco su carabina soltó un balazo al aire, y enseguida entraron sus peones armados para rodear a Don Felipe, a su mayordomo y dos peones que estaban por ahí. Se apresuró a correr por Isabel que se había quedado escondida tras los costales de frijol, le extendió la mano y ella con temor se levantó para que enseguida la atrapara y la cargara sin hacer caso de los gritos y amenazas de Don Felipe. La subió a su caballo y no reparó en detenerse aún cuando escuchaba los balazos al aire que sus peones lanzaban para amedrentar a todos.
Galopó hasta llegar a su hacienda con la muchacha callada y apretada a él, resignada a su destino, que si bien, él no le parecía malo, sabía por las habladas de las muchachas de su servidumbre, que cuando un hombre se las robaba, era para ultrajarlas y muchas veces ni se casaban con ellas y terminaban en las casas de las mujeres de la vida galante.
Pero no fue así, Silvestre ya tenía contratada un troca (camión) que la llevaría a depositarla a casa de su tía en Cuquio y ahí esperar hasta que Don Felipe y el sacerdote Nachito otorgaran el perdón y así poder casarse con ella.
En todo momento desde que la depositó en casa de su tía, fue amable y cortés, no le robó un beso ni la hizo sentir incómoda, tan solo la miraba con devoción y con un poco de arrepentimiento por haberla robado. Pero la quería para él y así fue.
Casi noventa días después se consiguió unos padrinos, uno de ellos de los González Gallo y su tío, lo acompañaron a pedir el perdón y a Don Felipe no le quedó de otra, más que aceptarlo, no hubo plata de por medio, tan solo la vergüenza de no haber podido mantener en casa a su hija. Y que se la hayan robado.
Una vez otorgado el perdón y corrido las amonestaciones en la iglesia. Silvestre mandó a traer a Isabel para dejarla de nuevo en casa de sus padres, para que su madre o quien debería ser, la instruyera en los deberes que como esposa cumpliría.
Fue su nana Josefina quien la instruyó y le advirtió de la mancha de sangre que le saldría y del escozor que debía soportar. De asearse, de enseñar a las muchachas a cocinar y a llevar una casa con más de quince trabajadores. No tenía idea de cómo lo haría. Cuando ellas apenas si levantaban una mano para arrimarse el jarro de leche que las muchachas ya les habían servido. Lo único que su madre les había enseñado era a bordar y a tejer, y dudaba mucho que eso complaciera a ese hombre que la había robado y sacado de su casa, pero que agradecía haberla librado de la responsabilidad impuesta a quedarse a vivir para siempre a lado de sus padres.
Isabel y Silvestre fueron casados muy de madrugada para que la gente no se enterará y con pocos testigos celebraron unas bodas forzadas, pero a la vez deseadas. María, que aún no veía con buenos ojos a Silvestre por haberla rechazado y por robarse a su hermana, no les dirigió la palabra, tan solo se reservó a darles una palmada cuando llegaron a casa de sus padres a pasar su noche de bodas, porque así lo decidieron.
Silvestre trató con delicadeza a Isabel, la miraba con ternura y sin parecer salvaje la desfloró con exquisitez más de lo que podría esperarse de un hombre que recibió poca educación y que nunca en sus 30 años, había tenido alguna experiencia con ninguna mujer, a pesar de haberse visto entre soldaderas y mujeres que se desnudaban ante él cuando se iba a bañar al río. Para él, también fue su primera vez.
Pasó el primer año construyéndole y reconstruyéndole la más preciosa hacienda en honor a su mujer, le hizo una enorme cocina y le pagaba a otras dos muchachas solo para que ella no tuviera que hacer las tortillas, tan solo se concentraba en servirle la cena que ella misma preparaba con la ayuda de sus muchachas y de ponerle el agua para asearse en el lavabo todas las mañanas.
Al poco tiempo y con vergüenza, le confesaba a su marido que la regla no le había venido y Silvestre con ternura la levantó en brazos y la paseó por todo el corredor de la hacienda gritando a todos que sería papá.
Fueron a casa de sus padres a comunicarles la noticia y se hizo un gran festín para celebrarlo. Su madre, su hermana y sus primas, se remolineaban para tocarle el vientre para adivinar el sexo del bebé. Su nana Josefina fue la primera en sacar el hilo rojo con la aguja para ponérsela en la palma de la mano y decirle que vendría un niño.
Emocionada por tener el heredero de su hombre que le había tratado con todo el afecto al que cualquier mujer pudo soñar en esos tiempos. No era maltratada como las muchas mujeres que conocía, no trabajaba en el campo ni se veía obligada a hacer tareas de casa. Era la envidia de muchas y el deseo de muchas más; como su hermana.
María veía con deseo la vida de su hermana, a pesar de que Silvestre no le cayera bien al principio, vio como la trataba y como se esmeraba en cuidarla y tenerla bien a pesar de haberla robado y expuesto a las habladurías propias de esos tiempos. La defendió y la hizo su mujer como debía ser, pero eso dio paso a la desazón de María ya que al verse sola con sus padres, no le quedaba más que resignarse a ser ella la que nunca se casaría.
No sabía si sentía envidia, o rencor o tristeza lo cierto era que amaba a su hermana y quería su vida.
Con el pretexto del embarazo de su hermana y de su condición delicada por ser tan pequeña y delgada. María solicitó a sus padres el permiso para cuidar de ella. Los alentó que sería de ayuda para bordar y tejer las cosas del bebé, de que le llevaría las madejas de hilos y de que su esposo no podía ocuparse de las cosas de mujeres. Su padre le advirtió que ella poco servía para las cosas de mujeres, porque no era partera, pero Isabel pidió con ahínco que dejará ir a su hermana, porque ella poco hablaba con su servidumbre y le fascinaba la idea de que su hermana cuidara de ella. El hombre accedió y María se sintió feliz de poder salir de esa casa y de ese cargo.
No le exigían mucho, tampoco era para sentirse atormentada por el cargo de ser su apoyo, al fin de cuentas eran una familia acomodada. Criados se hacían cargo de todo, era el simple hecho de sentir la presión de no poder conocer a nadie, y aunque paseara los domingos por el pueblo, no se sentía libre de caminar en círculos en el quiosco para dejarse cortejar por algún hombre.
Si no se había casado, era por su carácter duro y por su altivez, ninguno le había llegado a conquistar, todos se la hacían poca cosa o demasiado presuntuosos para ella, ninguno era digno, incluso muchos le daban miedo. Ya que de más joven mientras se desarrollaba la guerra cristera, sus padres tuvieron que enterrarlas en la troje para resguardarlas de los hombres del ejército cristero, que no eran otra cosa más que maleantes contratados por la iglesia para su causa. No dejaban pueblo sin robarse a las mujeres y hacerlas suyas a la fuerza, así que su vida fue esperar que llegará el indicado sin sentir presión por casarse. Tomó vivir para sus tejidos y bordados y para cuidar de su hermana. Nunca fue a la escuela, un maestro rural vino unos años a enseñarles los números, más no las letras. Sus padres les decían que los números eran más importantes que saber leer y que debían conocer las medidas que se empleaban para medir y pesar lo que la hacienda producía; las anegas y los almudes, pero era todo lo que se les instruyó.
Jamás su madre les habló de amor, así que se entendía por amor: que un día un hombre te escogería y pediría tu mano. Te casarías con él y que debías ser para él lo que quisiera, que tendrías 3, 4, 5 chamacos o los que Dios te mandará y de sentimientos poco se hablaba. Salvo por las canciones populares, todas de despecho y de hombres que no creían que existieran; no al menos en su pueblo.
Por esa razón al ver en Silvestre un tipo diferente al resto, que ni golpeaba a su mujer, que no se iba de parranda a las pulcatas del pueblo (cantinas) y que simplemente no se impusiera ante su mujer como un ser supremo al que se le debía hacer reverencia e incluso tirar la mierda de su bacinica que dejaba bajo su cama. Eso, eso ya era mucho.
María se fue con ellos, no tuvo rechazo de Silvestre, ya que le parecía un gesto amable que cuidara de su pequeña y frágil esposa. Mientras que él se levantaba al alba para trabajar a la par de sus trabajadores, poniendo la yunta a los bueyes y arando la tierra para sembrar.
Lo mismo le daba llenarse de estiércol para ayudar a parir un puerco, o arriar su ganado montado en su caballo negro azabache.
Fueron meses donde María veía como Silvestre trataba a su hermana, veía como ayudaba a su hermana a levantarse de la cama y como le ayudaba a ponerse el fondo de manta para después terminar de vestirse, muchas noches los escucho reír, y hasta escucho los sonidos extraños que emitían cuando se amaban. Ella desaprobaba que él hiciera eso en el estado delicado de su hermana. Hubo noches cuando sin querer mirando al techo abovedado se descubría tocándose el bajo vientre y de inmediato se levantaba a hincarse y orar por la estupidez de sus pensamientos.
Y así sin más, se reconoció enamorada del marido de su hermana, despertó ese sentimiento de anhelo que ella no conocía. Lo miraba con reserva de que él pudiera adivinar sus pensamientos, para ella pecaminosos y reprobables. Se limitó a amarlo en silencio y a permanecer a lado de su hermana aun cuando le dolía escuchar de ella lo mucho que su marido la atendía.
No podía más con esa felicidad y un día los dejó porque no soportaba verlos más. Regresó a su casa y a seguir con las atenciones para sus padres, ordenar a las criadas las viandas e ir al mercado del Yahualica para escoger lo que la hacienda no proveía: chiles, panes, quesos, piloncillos y vinagre para a hacer conservas.
Tan solo pasaron unos meses, cuando Isabel se vio grave por un malestar estomacal, ya que tuvo la genial idea de ponerse a ordeñar a una vaca, porque le vino el antojo de tomar leche espumeante y caliente recién salida de las ubres de la vaca. Por supuesto se enfermó y se vio tan mala que su familia hasta había mandado llamar al sacerdote para darle los santos óleos.
Isabel se recuperó de aquella infección, pero María volvió a quedarse con ellos, era más su amor por su hermana y su sobrino como había predicho nana Josefina, que su amor en silencio por Silvestre.
Los días pasaron entre tejidos y bordados y en paseos que hacían a Yahualica y una que otra vez que bajaron a Rio verde a bañarse. Por supuesto a Isabel no le permitían más que mojarse los pies y la mollera—que para que no le hiciera daño.
Se acercaba la fecha que su nana Josefina había predicho según las lunas daría a luz, era indicado que ya no saliera de su casa y así lo hizo. Pero un brote de sarampión azotaba la región y con el miedo de que alguna de sus criadas o los peones los contagiaran, vaciaron la hacienda quedándose solo una muchacha para atenderlos y dos hombres más que vivían a los límites de la propiedad para cuidar de los campesinos que se aprovechaban de la nueva reforma agraria que había ordenado el presidente Cárdenas de expropiar las tierras y repartirlas. Silvestre que haría heredado esas tierras no tenía manera de reclamarlas como de su propiedad y se veía amenazado por la dichosa ley que no le protegía. Así que pasaba mucho tiempo en las juntas de otros hacendados para ver de qué manera legalizaba sus tierras y no se vieran expropiadas por el gobierno.
En una de esas tardes donde Silvestre no estaba, una fuerte fiebre azotaba el cuerpo de Isabel. La muchacha y María se esmeraban en ponerle los paños mojados, mientras le hacían oler los vapores de la infusión de eucalipto para una tos que repentinamente le dio y que a su vez le provocaba los dolores de parto. María asustada mandó llamar a uno de los hombres para que fuera en busca de la partera y que avisara a Silvestre que su mujer había caído enferma.
Más de unas tres horas tardaron en llegar con la vieja partera, que al levantar el blusón de Isabel vio las manchas rojas en su abultado y prominente vientre, cuando dio un paso atrás.
—No, mija, a ella no la puedo atender yo.
— ¿Pero que dice señora? Está bien mala, no le paran los dolores, la criatura ya viene.
—Mira, mija, si la ayudo a parir en esas condiciones no va a sobrevivir. No me dijeron que estaba con fiebre, si no, yo misma habría traído al doctor.
Isabel en ese momento soltó otro grito de dolor y una mancha de sangre se dejó ver en la sábana. La partera no quería acercarse, solo le enrollo la bata y miró sus entrañas. El niño estaba coronando, no había más tiempo.
—Se lo suplico señora, ayude a aliviarse a mi hermana—grito María desesperada y asustada por el grito y la sangre.
La mujer se envolvió con unas mantas las manos y los brazos y comenzó apretando el vientre de Isabel para empujar un poco más al bebé, le hundió los dedos en la entrada de su vagina liberando la cabeza del niño y le indicaba a Isabel que pujara, pero ella débil por la fiebre no tenía la suficiente fuerza. La partera se montaba de nuevo en su vientre para hacerlo salir.
María que no sabía más qué hacer, le gritaba a Isabel que no dejara de pujar y le tomaba la mano. Al final logró salir la cabeza del bebé y con pericia la partera tiró de él y lo giraba hasta hacerlo salir.
El silencio se sembró en la habitación cuando María veía el rostro de la partera con el cuerpo inerte de un niño que no lloraba, lo sacudió, lo limpió, lo nalgueó, lo puso boca abajo y lo frotó, pero nada funcionó.
María al ver la enverdecida piel del niño, solo abrazó a su hermana que se había quedado casi desmayada y veía la escena que solo miraban la otra muchacha y la partera.
No hubo llanto de un nuevo ser en ese hogar, no lo alegró ni hubo quien lo recibiera con algarabía.
María se ocupaba de su hermana, la limpiaba con lágrimas que caían en su cuerpo, se aseguraba que respirara y la limpiaba. Ella ya había tenido sarampión, así que aseó el cuerpo férvido de la niña a la que le hacía trenzas, a la que le daba golpecitos por no saber bien hacer el punto de cruz en sus servilletas y la que se convirtió de pronto en una mujer que daba a luz a un hijo muerto.
La placenta no salió sola, la partera había dejado al niño en su pequeño lecho y la ayudaba a salir, una fuerte hemorragia se vino detrás de ella, no hubo masaje, ni mantas, ni presión que la detuviera.
Isabel murió en punto de las ocho de la noche, minutos antes de que Silvestre entrara despavorido a su encuentro.
Enloqueció, no había alma humana que se pudiera acercar a él ni al cuerpo de “su niña” como le gritaba al abrazarla, ni de su niño que yacía a su lado.
El funeral se hizo a ataúd cerrado, pocas personas se acercaron por miedo de contagio, incluso su misma madre Doña Felicitas, no se acercó al féretro. Se veló solo un día y se llenó la habitación de baldes de cebolla con vinagre—que para que recogiera la enfermedad—. Sepultaron ambos cuerpos en el panteón municipal, y Silvestre sumido en su pena, no hablaba con nadie, ni a sus familiares, ni a sus empleados, tan solo acepto el café de olla que María le ofreció cuando volvieron a la hacienda para rezar el rosario.
María tenía triple dolor: el dolor de ver morir en sus brazos a su hermana, a su sobrino y ver el dolor de ese hombre que amaba en silencio.
Los días del novenario pasaron, y tenía que enfrentarse a otro trago amargo: irse de ese lugar. Había pasado los últimos días arrimándole algo de comer a Silvestre, le ponía el agua para asearse como lo hacía Isabel, y se encargó de todo el manejo de la hacienda con los empleados que mandó llamar a trabajar de nuevo si no tenían ninguna fiebre. Hecho en marcha la hacienda, mientras que el patrón se sumía en su tristeza encerrado en su habitación. Cuando hubo ordenado todo para regresar a casa de sus padres se presentó a la puerta de la habitación de Silvestre.
—Buenas días Chivete—así le decía ya en tono de confianza después de vivir con ellos—Solo quise ver si ya te habían traído el almuerzo y que comieras.
Silvestre solo asintió y volvió agachar la mirada.
—Ejem—carraspeó—Tengo que irme. Vuelvo a mi casa.
—¿Por qué?—dijo levantando la mirada.
—He estado mucho tiempo en la casa de un hombre que enviudó… No debo estar aquí.
—Eso que importa.
—Te he ayudado con tus muchachos, la hacienda está trabajando nuevamente.
—Lo sé, me han venido a decir. Gracias. No debiste a hacerlo. —Contestó serio.
—Dispénsame, te veía tan mal que quise hacer algo por ti.
—¿Por qué querrías hacer algo por mí?—Preguntó con un poco de enfado.
Ella se quedó muda pasando saliva, agachó la mirada mientras notaba como su pecho se movía rápidamente, en ese momento quiso decirle que lo amaba, pero no era debido. Así que solo se quedó mirando sus manos que apretujaban los hilos de su rebozo.
—¿Por qué María?—Preguntó sereno al ver el pecho de María agitarse.
—Porque me pareció que era lo menos que podía hacer por haber tratado tan bien a mi hermana, por haberme recibido y dejarme con ella para cuidarla. Y porque me siento culpable de no haberlo hecho como debía, y porque ella no hubiera querido ver el hogar que tú le construiste en ruinas. Gracias por la vida que le diste, eres un buen hombre y le pido a Dios que un día encuentres una buena mujer.
—Gracias María—Le sonrió y tomó su muñeca, pero ella, la retiró enseguida.
—Me voy.
—Ve con Dios, y gracias. —La despidió, y al verla levantarse y darse la vuelta, algo se movió en su interior.
La vio alejarse y tomar el herraje de la puerta y solo Dios sabrá por qué pero se levantó.
—No te vayas—Le clamó.
Ella se giró de inmediato, y se quedó pasmada frente a él. Silvestre se levantó, se acercó a ella y le preguntó.
—¿Por qué hiciste todo eso por mí?
—Ya te lo dije.
—No, dime ¿por qué realmente fue?
—Por…— mi amor por ti, quiso decir, pero no lo hizo—, porque eres un buen hombre.
—¿Solo por eso?
—Sí, gracias por tus atenciones y te repito ojala Dios te ponga una mujer a tu lado.
—No, no habrá más mujeres, yo ya la tenía y ahora se fue.
María asintió con tristeza y no quiso seguir más en esa habitación, salió pronto antes de que traicionara la memoria de su hermana confesando que lo amaba. Y se fue de la Hacienda el Baluarte con sus pertenencias, sin su hermana y sin su corazón.
Pasó mucho tiempo para que María volviera a asomarse por el pueblo y quitarse el velo negro que siempre traía no solo para ir a misa, ella lo mantuvo todo el tiempo, incluso en las mañanas al levantarse de inmediato se lo ponía, y rezaba y rezaba pidiendo por su delirante corazón.
Fueron de nuevo, las fiestas del Señor del Encino las que hicieron que volviera a salir.
Junto con sus padres habían acompañado la imagen del bendito cristo desde Ocotes hasta Yahualica y se habían unido a la verbena y la algarabía de los cohetones y las ristras.
Ya en la plaza, fue un fuerte viento el que le desprendió el velo de la cabeza y fue a dar a las manos de un hombre que lo tomó antes de que cayera. Era Silvestre, que al mirarla sin su colorete en las mejillas mostrando su pálido rostro, poco la reconoció. Con el corazón latiéndole hasta querer salírsele, tomó el velo que la mano le ofrecía, lo miró brevemente, pero fue una mirada de amor, de sorpresa, de emoción y de tristeza, agradeció y dio la vuelta. Silvestre la volvió a ver alejarse y meditó, que desde hacía tiempo no había recibido una mirada como esa. De pronto todos sus pensamientos se fueron amalgamando y tuvo la certeza de que esa mujer sentía algo por él, así que recordó las miradas que le lanzaba cuando estaba con Isabel, las sonrisas disimuladas y recordó sus palmas sobre su hombro cuando le ofrecía algo de comer y ese pequeño roce que hizo cuando le tomó la muñeca y se puso nerviosa.
Se abrió paso entre la gente y la alcanzó mientras que ella buscaba el pasador que sostenía su velo en el piso. Él lo recogió.
—¿Ocupas esto?
—Sí—titubeó María.
—Permíteme—Se acercó y con las reservas de que fuera rechazado, se aventuró a colocárselo en el cabello.
No fue rechazado, sino acogido por la mirada de amor y anhelo de María. Y bastó eso para hablarle.
— Tú me dijiste que ojalá Dios me mande una mujer buena para acompañarme. Y te dije que yo había tenido una. No es del todo verdad, tuve dos; una se fue y a la otra la deje ir. Si mi destino y la voluntad de mi señor del Encino decide que sea contigo, feliz lo tomo.
—No sé de qué hablas. —Contestó María con desdén.
— ¿Qué te hizo quedarte para ayudarme y para intentar cuidarme?
—No sé porque vuelves a preguntar.
—¿Me aceptarías como hombre?
—No.
—Yo sé por qué te quedaste y por qué te fuiste.
—Si ya lo sabes, entonces no es necesario decirlo.
—No juzgaré lo que tengas que decirme, no me burlaré, solo déjame saber de tu boca, lo que yo ya sé y no es de ahora, lo sabía desde hace mucho tiempo.
—¿Qué quieres que diga?
—¿Por qué me ayudaste? Las mujeres no hacen eso, ellas solo hacen sus deberes, ¿Por qué quisiste cuidarme? ¿Por qué quisiste irte?
—Porque debía hacerlo.
—¿Por qué?—Volvió a repetir más fuerte.
—Por… Mi amor por ti.
María cerró los ojos apretándolos para soportar el dolor que le causaba confesarlo, y de pronto sintió alivio cuando los dedos de Silvestre tocaron sus labios. No la besó, no delante de la gente. La apartó del tumulto, ella lo siguió. La recargó en la columna de los portales, tomo su mano y la besó.
—Iré a tu casa por ti. No olvides poner tu silla en el patio.
No le dijo más, miró que nadie los veía, y la besó tan suave, que apenas rozó sus labios.
Y así fue como el velo negro que cargó durante mucho tiempo hizo que se quedará con el amor que nunca creyó encontrar. Ya no hubo resistencia de sus padres por casarse, habían aprendido que no tenía caso tener a un hija bajo su sombra si no eran felices.
Ella solo contestó cuando le preguntaron sus primas por qué se casaba con él.
—Y como no iba a hacerlo si tengo garantía que me amará como alguna vez amó a mi hermana.
Meses después, el 16 de junio de 1935, en la hacienda El Baluarte. En una habitación de paredes altas de adobe y techos abovedados, sobre un lecho de finas maderas tallado por lo mejores artesanos de la región. María, la hija mayor y enamorada de la familia Ruvalcaba, daba a luz a su primer bebé. Que resultó ser la niña más hermosa que Silvestre pudo pedir. De tez blanca y cabello negro con ojos de color miel y un rostro angelical, justo como recordaba de su tan amada Isabel.
En esa habitación, con ese amor que floreció después de una gran tragedia y aceptando que la vida y que Dios nos da más oportunidades para ser felices y que aunque nacemos solos y nos vemos solos en el duro aprendizaje de vivir, tarde que temprano, él; Dios, tiene un plan para todos nosotros y que fue de ese amor en silencio que creció poco a poco y cada día, y de ese amor, nació; Isaura.
***
Nota de la Autora
“Isaura Incansable” Es mi próxima novela de genero histórica romántica. Este pequeño relato es la introducción a esta novela que te arrancará muchos sentimientos. Podrás ver en ella de nuevo a estos personajes y otros tantos más, que rodearan la vida de Isaura. Espérala!
Lizzy Kashougui
Nacida en la Ciudad de México.
Sus novelas:
Hasta que te vuelva a ver
Tan cerca de mí, tan lejos de ti.
Después de las 3:00-Novela corta terror.
Próximos proyectos: Isaura Incansable.
Después de las 3:00 (La casona de la Campestre)