Yo quería ser música. La apreciaba, la deleitaba y la sentía con gusto. Por esa mísma razón, cuando volvía apresuradamente a casa en metro me detuve. Las notas de esa chica me retubieron y hechizaron.
Los fascinantes artistas callejeros, aquellos que te embelesan con la mirada y te obligan opcionalmente a escuchar. De esa manera acabé en una insospechada situación, sonriendo al aire por donde se movia la música y el origen de esta. Cuando el primer embrujo acabó me desperté y miré a mi alrededor, para cerciorarme de que mis acompañantes de vagón estubieran recreandose tanto como yo.
Fue tal mi desdicha al observar que ni una ojeada se habian dignado a otorgarle, que no hayé otra solución que regalar una mirada de apoyo a esa hija de Apolo.
Tan ofuscados en sus propios problemas estaban, que ni cuenta se dieron que la magia colmaba el ambiente. Por si no te has dado cuenta aún, esa es la idea que concibo de la música, una de las ínfimas fuentes de magia en nuestro pesaroso universo.
Atormentada dormí, y atormentada me levanté.
Aunque las moiras se compadecieron, iluminandome con otro dia lleno de melodia, y aunque supongo no muy casualmente, con la misma intérprete. Supuse que se acordaba de mí, pues antes de empezar la actuación, se acerco y me confió unas bonitas palabras de agradecimiento. Mansamente las acepté, mi opinión era todo lo contrario. Debíamos ser nosotros quiénes recompensasemos su alegria, que con gran sacrificio transmitia a centenares de gente sin queja alguna, más bien con unas ganas encomiables.
A las tres mujeres que controlan el destino se les acabó la curiosidad para conmigo, y nunca más volví a encontrar a esa música. Tampoco lo necsitava, su ritmo ya habia calado en mi mente y su graciosa actuación en mis retinas. Aún así en ocasiones similares me acuerdo de esa experiencia, la vivencia en la cual me di cuenta que la multitud es egoista. Y egoista seguirá siendo si no se percata de la magia que la envuelve.
