Golpea. Machaca. Forja. Forja un arma, un escudo, una historia que contar... Una vida. Con ese fuego en sus ojos quemados por la fragua, boca del infierno, que desprende una fuerza inhumana, doblega un artesano un arte salvaje; un arte indómito y duro como el material que malea. Cada gota de sudor, cada martillazo, cada arañazo y quemadura y cada grado centígrado de más...
Un sopor al que cualquiera sucumbiría pero no él, pues cada gota: esfuerzo, cada golpe es fuerza, cada herida es historia y el calor es su libertad entre barrotes, entre filos y planchas. Tanto bronce como plata, acero, hierro u oro: fieles compañeros o, más bien, súbditos leales de un tirano con yunque, barba y fuego. Casi un semidiós capaz de crear obras maestras para la vida... Aunque también para la muerte.
En la conciencia del herrero conviven voces. Almas de los caídos por sus productos y alabanzas de sus queridos por recibir los mismos: una guerra paliada por las chispas y las esquirlas, por el ruido y el sabor amargo que deja el metal en sus labios.
El entumecimiento que nunca falta en sus músculos y tullidos huesos. Sin embargo, la sombra de estas ánimas no se desvanece cuando, después de dejar su puesto, el vaho singular del frío norteño enrojece sus mejillas, sus extremidades y hace tiritar al titán huraño; lo único que puede hacerle temblar.
Entonces las cicatrices se abren de nuevo y su psique traicionera actúa. Es ahí cuando grita; para sí, cierto, pero grita. Su refugio de soledad tan fría, incluso con la lumbre agotada, es un infierno que él mismo prende; y cada noche retiene a fuerza bruta la salida de las lágrimas y su desfile, la milla verde de sus mejillas. ¡Un vikingo no llora! Así que estas vivirán un día más en el cuerpo de un gigante acabado; una vez aguerrido, ahora desolado, descompuesto, abatido.
Así, en un vano intento de escapar de su némesis, despierta cada dos por tres entre sudores fríos como su acero, pero exhalando un aliento que fundiría cualquier metal. El culpable: ese sueño estremecedor que trae consigo las peores pesadillas. Un sufrimiento de leyenda, que solo una como tal podría manejar, sí.
Siempre comienza así el nuevo día, con un rastro inconfundible de pisadas en la nieve: emblemas, firmes estigmas; y con sus comisuras selladas al encontrarse frente al fuerte que debe defender. Estas siempre proponen una nueva batalla al beligerante artesano, obligado a vivir para siempre en su Tártaro personal, eterno y maldito. Y así ocurre... Que el gigante rehuye la muerte.