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-Le repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore más, se lo ruego. O -al menos- dígame por qué llora así.

La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque  mantenía su carita tapada por la manga del kimono. Kenzo la alumbró de lleno  con su linterna y fue en ese momento que ella dejó deslizar la manga apenas, apenitas.

El muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.

Pero la niña lloraba, seguía llorando.

Ahora, su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro desamparado.

Kenzo reiteró su ruego: su corazón comenzaba  a sentirse  intensamente atraído  por esa voz, por esa personita. Una sensación  rara que jamás había experimentado antes lo invadía.

-Cuénteme qué le sucede, por favor...

Salvo la frente -que mantenía descubierta- ella seguía ocultándose cuando -por fin- le dijo:

-Oh... Lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar silencio acerca de lo que me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo quien te ha estado siguiendo durante estos días. No me animaba a hablarte, pero ahora mismo siento que podemos ser amigos...

¿No es cierto?

Kenzo le tocó el pelo: pura seda.

En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico -horrorizado- vio que su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas no ojos, que le faltaban la nariz, la boca, el mentón...


¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora