Sin rencores.

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Las cadenas apretaban sus muñecas, haciéndole heridas a las que ya se había acostumbrado. Su mirada estaba perdida en el fondo de la habitación de piedra, sus ojos enrojecidos, resaltando el color azul de su iris. Notaba los labios resecos y agrietados, su garganta ardiente. Ni siquiera le quedaba saliva. ¿Cuántas noches llevaba allí? La única claridad que entraba era la de una pequeña abertura en la parte derecha de la habitación, que cada día dejaba entrar los rayos del sol, torturando la piel del abdomen de Ryo. Su captor había pensado en cada detalle que pudiese hacer de la espera lo más dolorosa posible.

Sólo lo cubrían unos pantalones negros. Su torso desnudo no mostraba los sutiles músculos de antes; se marcaban ligeramente sus costillas y su columna, el torso estaba abrasado y su curación cada vez era más lenta por la falta de alimento.

Miró de reojo a la puerta –al lado izquierdo de la habitación- y sintió un ligero escalofrío que hizo que cada herida escociese.

—Si tanto me odias, ¿por qué no me matas? —murmuró con un ligero toque cómico en su voz, sabiendo cuál era el motivo—Ya...ya... Eso no sería divertido —dejó caer una vez más la cabeza, clavando la mirada en el suelo.

Quería llorar de desesperación pero la idea se desvanecía cada vez que intentaba recordar cuándo fue la última vez que lloró. No podía estar seguro. Había nacido vampiro, había crecido como tal. Nunca había sido bueno y no planeaba el serlo, de que serviría al fin y al cabo. Nadie lo apreciaba, estaba solo en el infierno que puede ser la vida. Ya estaba muerto en la mente de tantos, y en vida, que qué más daría si su alma ya estaba condenada.

Sintió cómo lo agarraba del flequillo y alzaba su rostro. Se había dado por vencido, ya no intentaba averiguar quién era el que le estaba provocando tanto sufrimiento, puesto que cada vez que entraba y se dedicaba a jugar con él llevaba puesta una máscara que cubría más de la mitad de su rostro. Lo único que se había marcado en su mente eran esos ojos marrones sin brillo que lo observaban desvanecerse.

Soltó un gemido dolorido ante el tirón y al ver el pequeño tarro con un líquido dentro cerró la boca y los ojos con fuerza, agitando con la poca fuerza que tenía sus hombros, intentando que lo soltase. El contrario dejó libre su cabello, haciendo pensar a Ryo que por una vez, tendría piedad. Sin embargo, lo que ganó fue un golpe en su mejilla que hizo que abriese la boca. El captor lo obligó a tragar el líquido de una vez. 

Sintió como su boca y garganta se consumían y quemaban, lo que corría por su  interior era agua bendita. Lo había sabido desde el principio. Las lágrimas que creía que no saldrían nunca aparecieron, mientras sus pupilas se contraían. Clavó la vista al techo, mostrando los colmillos que desvelaban su naturaleza. Su pecho se contraía e inflaba, creía que moriría ahí mismo, que saldría fuego de sus entrañas y por fin acabaría con todo el sufrimiento, pero lo único que le quedó fue la agonía.

Cada corte en su piel, cada golpe y quemadura lo hacían sentirse más y más débil. La muerte. Cuántas veces había pensado en ella. Quizás por eso había terminado con tantas vidas, quizás por eso estaba viviendo ese castigo.

Notó una vez más la mano del contrario en su rostro, agarrando su barbilla para que lo volviese a mirar. Ryo observó una vez más esos ojos marrones, frunciendo el ceño. Ninguno de los dos dijo nada, por primera vez, el enemigo del vampiro supo que aún le quedaban fuerzas. Un grito acabó con el silencio de la habitación cuando el captor sintió los colmillos clavados en su mano, teniendo que golpear el abdomen de la criatura para que lo soltase.

Ryo jadeó, aunque el aire no le hiciese falta y arqueó una de sus comisuras, la sangre corriendo por sus labios.

—Espero que cuando salga de aquí... No me guardes rencor.

Sin rencores.Where stories live. Discover now