XLIII. El Camino Dorado

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Tierras De La Corona
Rosby

El último día que estuvo postrada en cama, soñó con su esposo. Se sentía como el sueño de alguien más, ella podía ver y oír, pero su presencia ahí era ajena. Veía a Jaime en la cubierta de un barco con grandes velas naranjas y amarillas.

«Los colores de los Martell.» Pensó Ellys.

Él estaba sonriendo, la brisa a su alrededor era cálida y mecía el barco suavemente sobre el agua. Todo parecía normal, hasta que el viento cambió de dirección, las velas comenzaron a desprenderse de los mástiles. De pronto, emergió del mar una serpiente gigantesca y se envolvió alrededor del barco. La madera dio un crujido ensordecedor y empezó a destruirse. Jaime trataba de aferrarse a las velas caídas, pero la serpiente cada vez se apretaba más y más, se enredaba en las mismas telas y se hundía junto con el barco. Al final, la serpiente vestida de telas naranjas y amarillas, volvía a las profundidades, llevándose consigo los restos del barco, y a Jaime.

«Va a morir.» Supo en ese momento, y siguió pensándolo aún después de despertar. «Él no va a regresar de Dorne.»

La septa Janice le había preparado una túnica suelta, no era como las que había usado de camino a Rosby. La tela era de lino blanco muy delgado, y apestaba un poco a moho, o a guardado. Ninguna opción era muy agradable. Al pararse frente al espejo, se dio cuenta que la túnica se transparentaba con la luz de las velas. Era irónico que le dieran un vestido transparente para cuidar su pudor. Aquello le causó un poco de gracia. Cuando le sonrió a su reflejo, se asustó con la imagen que le devolvía el reflejo: era una mujer demasiado flaca, tenía los huesos del rostro, la clavícula y las rodillas adheridos a una piel fina y blancuzca, como la de un cadáver. Sus ojos se veían secos y pálidos, al igual que el cabello corto, aplastado y marchito. Había un poco de piel suelta colgando de su abdomen. Y el dolor de haber pasado tantos días en cama, no dejaba que se parase erguida. Vio la cicatriz que Stevron Frey le había regalado en la esquina de sus labios, era más evidente con esa piel mortuoria, una abertura que cruzaba de labio a labio y que escondía el vacío de la encía sin diente.

«No soy yo.» Se dijo. «No puedo ser yo.»

Pero el reflejo le devolvía cada movimiento, cada gesto.

—Debe ir a la cena —le informó la septa, con el tono tan aséptico de siempre.

—¿Hoy veré a mi hijo? —habían prohibido que Robb la visitara en su convalecencia, así que desde su llegada, no había visto al niño ni una vez.

Por lo que Delilah le contaba, las septas y los gorriones llevaban al bebé al Gran Septo cada mañana para que escuchara los rezos del septón.

—Lord Robb estará ahí —respondió Janice— Debería aprender del niño, mi lady. Oye los ritos como si cada palabra fuera dicha para él. Jamás llora ni se queja. Creo que su hijo será un servidor de la Fe.

—¿Un gorrión? —preguntó con ironía que la septa no supo, o no quiso detectar— Creo que es muy pequeño para ser un gorrión.

—El Gran Septón no lo cree así —aseguró la septa— El pequeño Lord Stark será el encargado de unificar el Norte en una sola creencia, traerá a toda su región a la verdadera fe.

«Así que por eso lo quiere en Kings Landing.»

El hombre que se presentó en su alcoba como Roderick Erenford, había tratado de decírselo, pero ella lo echó de ahí y se negó a escucharlo. Le pidió que se fuera de Rosby, o que de lo contrario, le diría a sus guardias y a los gorriones que él era un infiltrado de lo Aguasdulces tratando de secuestrarla. No había vuelto a verlo desde entonces, y supuso que, haciendo caso de sus amenazas, se había marchado.

Los Últimos Reyne II | Fanfic GOTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora