I

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Magnus nunca había pensado en las consecuencias de su inmortalidad. Es cierto que ha visto morir a amantes y amigos, pero después del periodo de luto que podía oscilar de un par de meses a un par de décadas (un suspiro para él) el dolor menguaba hasta que desaparecía, o parecía desaparecer.

Había muertes que sí le habían dolido más, y que no conseguía olvidar.

Will.

Ragnor.

Raphael.

Aún dolían, pero seguía adelante, no tenía otra opción en realidad. Igualmente, no culpaba a su inmortalidad, ni siquiera pensaba en ella. En su eterna juventud obligatoria.

El paso del tiempo, visto des de sus ojos, era como una hoja ocre en pleno otoño. Se movía arrastrada por el aire, en diferentes direcciones y cuando la veías deslizarse sobre tu cabeza la observabas durante un breve instante, siguiendo su camino orquestado por el destino y el azar. El tiempo para él era eso. Algo que te llama la atención por un instante para luego olvidar su existencia y vivir al margen de ella. Algo con su propio destino ajeno a ti.

Y no le parecía mal.

Después de todo, nadie, mortal o inmortal tenía el tiempo presente. La gente (mortales) vivían como si nunca fueran a morir, así que, él que no podía morir a no ser que alguien pusiera fin a su vida ¿cómo se supone que debería vivir? ¿contando los segundos de su inmortalidad y repasando una y otra vez las personas que perdió? Que estupidez.

Vivía su vida de la forma más inteligente que creía. Organizaba fiesta y asistía las que era invitado. Se gastaba su dinero en hermosas decoraciones para su loft, en ropa cara y en maquillaje de lujo, en viajes y en caprichos. Tenía el dinero, las ganas y lo que siempre le sobraba; tiempo.

Aunque una cosa era cierta, algo que le agobiaba realmente. Al pasar los días, al pasar los meses, se sentía más vacio, más como una estatua que como un hombre. Él conocía casos de brujos ancianos, de mil o dos mil años que ya no vivían. Respiraban sí, comían sí, dormían sí, pero no estaban vivos. Y Magnus no quería eso. Se esforzaba por sorprenderse, por aprender pero cada vez era más complicado. También era complicado confiar y amar a gente nueva, tanto que prácticamente sin saberlo se había rendido a enamorarse de nuevo.

Muy en el fondo de sí mismo, en un lugar oculto que él fingía que no existía, no quería volver a amar, no quería llorar más, no quería sufrir de nuevo, no quería a otro amante calentando su cama y enfriando su alma. No quería.

Hasta que llegó él.

Alexander Gideon Lightwood.

Era un nombre muy grande para el muchacho que vio. Cuando lo conoció era un jovencito, atractivo sí, pero reservado, tímido que parecía querer meter la cabeza dentro de su espantoso jersey viejo y no salir jamás. La timidez e inocencia de Alexander le conmovió y cautivo, y nunca creyó posible enamorarse de un cazador de sombras hasta que paso.

Realmente creyó que Alexander jamás cambiaria, ni física ni psicológicamente. Que permanecería delgado y fibroso, con un corte de pelo anticuado ocultando sus ojos azules, con una adorable timidez acrecentada por un fuerte sonrojo que a estas alturas lo caracterizaba. No estaba preparado para su cambio.

Cuando la guerra finalizó casi no lo reconoció. Se reconciliaron, y Alexander tuvo que quedarse un tiempo en Idris, lejos de él. Los tres meses más largos que recuerda. Los teléfonos no funcionaban en el país y las cartas parecían no llegarle, así que se limito a esperarlo, y entonces ocurrió.

Alexander volvió y no lo reconoció.

Era domingo por la mañana cuando llamaron a la puerta, deberían ser las diez y algo. Era domingo como ya he dicho, así que Magnus seguía en la cama, medio dormido y medio despierto intentando pasarse la pantalla 563 del Candy Crush y con Presindente Miau pegado a su espalda cuando el timbre sonó. Miro de reojo la puerta aun tumbado, y continuo con su juego, pensando que él que estuviera llamando se cansaría y se marcharía. Era un domingo por la mañana y levantarse temprano era anticonstitucional, estaba seguro de ello.

TIEMPO ||Malec|| One-ShortDonde viven las historias. Descúbrelo ahora