Crótalo Diamante

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Budd era el siguiente de la lista. Y yo lo sabía. Había intentado cambiar el orden de la misma sin poner a relucir mis intenciones, pero Beatrix no era tonta. Así que decidí no volver sobre el tema para evitar una discusión.

No tardamos en descubrir su paradero. Ahora vivía en una caravana en el desierto de Barstow, en California, y trabajaba de matón en un club de striptease. No sé por qué no me sorprendió.

Llegamos allí armadas con nuestras katanas y nos escondimos bajo su caravana hasta que anocheció. Beatrix salió primero y yo la seguí de cerca. Se pegó al vehículo dispuesta a entrar, pero algo no marchaba bien. Budd estaba sobre aviso, todos quienes trabajaron para Bill lo estaban, y ahora él se encontraba sentado enfrente de la puerta oyendo música, atento a cualquier mínimo ruido. No me pareció una buena idea entrar así, y efectivamente no lo era. En cuanto Beatrix abrió la puerta Budd le disparó. Ella salió despedida hacia atrás y yo me aparté justo a tiempo. Me volví hacia él, asustada, dispuesta a escapar, pero ya era tarde.

—Quietecita, ¿vale? —me dijo apuntándome con una escopeta.

Después se levantó, detuvo el tocadiscos y permaneció unos segundos en el marco de la puerta contemplando a Beatrix tirada en el suelo. Por fin salió de la caravana y se dirigió a mí. Me pidió la katana con un gesto de su mano, se la di y me quitó también los cuchillos que llevaba sin dejar de mirarme, lanzándolos lejos. Entonces me hizo otro gesto con la escopeta para que echara a andar. Obedecí y me detuve cuando él se situó junto a Beatrix. También la desarmó y se mofó de ella, pues le había disparado sal de roca en el pecho, dejándola fuera de combate. Yo por un momento pensé que la había matado, y lo volví a pensar cuando Budd sacó una jeringuilla. Lo miré preocupada y él me devolvió la mirada esbozando su sonrisa burlona. Se agachó de nuevo junto a Beatrix y se la clavó en una nalga. La mujer cayó dormida casi al instante. Budd se levantó con calma y señalando a la caravana con la escopeta, dijo:

—Tú delante.

Yo lo miré con una mezcla de recelo y desprecio y obedecí de nuevo. Él me siguió de cerca. Entré en la caravana, que estaba tan destartalada y desordenada por dentro como por fuera, di un par de pasos hacia el interior y me giré todo lo desafiante que fui capaz. Budd dejó la escopeta sobre la encimera, me miró de arriba abajo y sonrió.

—Empezaba a pensar que ya no vendrías.

Yo desvié la mirada, ignorándolo. Él prosiguió:

—Lo que no me esperaba es que no vinieses sola —comentó señalando al exterior con la cabeza.

—¿Qué vas a hacerle? —pregunté sin mudar mi expresión.

—Voy a enterrarla. En una tumba, dentro de un ataúd. Lo que se llamaría un entierro tejano, por si te interesa —añadió con burla. Luego hizo una pausa y me miró adoptando una actitud seria—. ¿Sabes? Me temo que has cometido dos errores en tu vida. El primero casi te mata. Siempre quisiste abandonar el Escuadrón Asesino Víbora Letal y trabajar en solitario, pero se te ocurrió hacerlo al mismo tiempo que la novia del jefe. Bill estaba furioso. Y aquel día te dio un consejo: «Huye de aquí cuanto antes y vive una vida normal, porque si te encuentro, te mataré. O quédate hasta que venga la policía y ayúdales a atraparme. Te harás famosa, e intenta entonces volver a ser una asesina». Le hiciste caso, y cuatro años más tarde apareció Beatrix en tu puerta con una propuesta: matar a Bill. Es lógico que aceptaras. Pero ahora ella ha caído, y tú sabes que sola no tienes ninguna posibilidad. Por no mencionar algo más importante: el segundo error.

Budd comenzó a avanzar hacia mí sin siquiera mirarme, y yo retrocedí hasta dar con la espalda en la pared del fondo, cada vez más nerviosa.

—Aquel día, Bill no te mató porque yo lo convencí —continuó levantando la mirada y posando sus ojos claros en los míos—. Y seguro que te diste cuenta de que yo fui el único que no te golpeó, como también se habrá percatado tu amiguita, a la que le habrás dicho que no querías venir hoy aquí. Pero ese es el segundo error: has venido.

Tragué saliva mientras él apoyaba su brazo derecho junto a mi cabeza, impidiéndome escapar.

—Budd... —susurré.

—Has venido a matarme, o lo que es lo mismo, a traicionarme. Así que venga, ¿a qué esperas? ¿No sabes artes marciales? —se burló apartándose un poco. Yo temblaba ligeramente. Él soltó una pequeña carcajada—. Pero mírate, si estás más asustada que cuando te enfrentaste a los ochenta y ocho maníacos. ¿Puedo saber por qué?

Entonces levanté mi brazo dispuesta a golpearle en la cara, pero Budd lo detuvo con su mano izquierda, y con la derecha me agarró del cuello. Tenía mucha fuerza y yo alcé mi mano para apartar la suya de mi garganta, porque me estaba quedando sin aire.

—Dime la verdadera razón por la que estás aquí y tal vez te deje marchar —oí que me ordenaba con una expresión condescendiente.

Yo lo miré a los ojos incapaz de hablar, pero decidida a guardar silencio de todas formas. Poco a poco fui perdiendo la consciencia hasta que me desmayé, momento en el que Budd me soltó. Aun así noté cómo me cogía y me tumbaba en un sofá cama que había en una esquina. Mientras volvía a respirar con dificultad fui consciente de que él se tendía sobre mí, y oí su respiración agitada al pasar una mano por todo mi cuerpo. Yo dejé escapar un gemido de terror y abrí finalmente los ojos. Cuando estos se cruzaron con los suyos, Budd se apartó y se puso en pie dándome la espalda.

—Puedes marcharte —dijo.

Yo me levanté todo lo deprisa que fui capaz y hui hasta la puerta. Una vez allí me paré en seco, y no pude evitar mirarlo.

—¿Por qué? —pregunté.

—Creo que soy yo el que se merece una respuesta —contestó sin volverse.

Respiré hondo y traté de pensar. Seguía siendo incapaz de confesar la verdad.

—No me quedó más remedio —expliqué—. Le hice una promesa a Beatrix y me daba miedo romperla.

Pero no era cierto. Aquella situación me aterrorizaba mucho más que la cólera de La Novia. Budd se dio la vuelta lentamente y mientras caminaba hacia mí, preguntó:

—¿Pretendías matarme?

De nuevo él estaba muy cerca, solo que esta vez su voz y su actitud no denotaban amenaza, sino vulnerabilidad, y aun así yo volví a temblar.

—No —musité.

Budd me miró con unos reflexivos y melancólicos ojos que me cautivaron, y repitió el gesto de humedecerse los labios con la lengua antes de hablar, que hacía que se me desbocase el corazón.

—¿Por qué has venido?

Yo me sentía completamente desesperada, y un sollozo involuntario se escapó de mi boca.

—Para asegurarme de que Beatrix no te hacía daño —confesé.

En ese momento él me cogió entre sus brazos y pegó sus labios a los míos con fuerza y desesperación, unos labios que me moría por besar desde hacía mucho tiempo, desde hacía más de cuatro años. Yo estaba enamorada de Budd desde que lo conocí, pero debido al trabajo y a que él era el hermano de Bill, la persona que yo más odiaba en el mundo, no había podido ser. No obstante, Budd estaba mucho más guapo con aquel aspecto informal que cuando era asesino y vestía de traje, me había confesado sus sentimientos y, lo más importante, me había perdonado la vida, cosa que yo también había hecho. Ahora todo era diferente. Todo me daba igual. Ya no me preocupaban Beatrix, Bill, o el trabajo de asesina. No si estaba con él. No si podíamos hacer el amor salvajemente en aquella destartalada caravana toda la vida.


A la mañana siguiente Beatrix se despertó en el asiento del copiloto de una camioneta en mitad del desierto, con un papel en su regazo. En él estaba escrita la dirección de Elle Driver, seguida de una nota que decía: «Continúa tu camino, Mamba Negra. Budd es solo mío».


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