http://9_EL INSPECTOR DE POLICÍA

530 77 26
                                    



Al inspector de policía de origen español Enrique Gómez todo el mundo le llamaba Harry. Era una vieja costumbre. Tan vieja que nadie recordaba quién la inició, tan arraigada que si un amigo de la infancia hubiera gritado «¡Enrique!» por la calle ni siquiera habría volteado.

Algunos decían que los primeros en usar ese nombre fueron los integrantes de una banda de ladrones checos detenidos quince años atrás, quienes, no pudiendo pronunciar correctamente el nombre de Enrique (les salía algo así como «Rijka»), se referían a él como Harry. Otros aseguraban que el alias fue creado por los chicos de la prensa, los cuales, en su afán por dotar de más emoción a sus artículos, cambiaron su nombre real —demasiado vulgar, a su entender— por uno más contundente, más varonil, más ligado a Hollywood, en clara referencia al del encallecido personaje cinematográfico Harry El Sucio, interpretado por Clint Eastwood. Y un tercer grupo afirmaba que él mismo se había autobautizado para dárselas de tipo duro.

Así pues, nadie sabía a ciencia cierta por qué llamaban Harry a Enrique Gómez, pero lo que todo el mundo tenía muy claro era que se trataba del mejor inspector que jamás había pisado la ciudad, un hombre más comprometido con la ley que con su familia, dispuesto a pasarse dos noches seguidas ingiriendo litros y litros de cafeína si se encontraba en el pico de una investigación, capaz de interrogar a las ratas para averiguar quién cometió tal o cual fechoría.

Entre las diversas leyendas que circulaban sobre él, destacaba una que aseguraba que se había arrancado una muela con unas pinzas como rito de ingreso en una banda de narcotraficantes en la que quería infiltrarse.

Aunque la exageración o directamente la ficción alargaran su estatura y su carisma, Harry era un policía de los pies a la cabeza, con un expediente inmaculado y con un olfato extraordinario para detectar crímenes donde los demás veían accidentes.

Por otro lado, tenía una pupila de cada color: la del ojo izquierdo, verde, y la del derecho, marrón, característica esta que hacía que sus compañeros de trabajo aseguraran que era tan bueno destapando la verdad porque uno de sus ojos servía para limpiar la realidad de todas sus apariencias, mientras que el otro tenía el don de atravesar el alma de los detenidos.

En realidad, el único poder que le otorgaban esos ojos multicolores era el de la seducción. Porque, aun cuando había superado la cincuentena, Harry era un imán para las mujeres.

Un imán con un polo verde y otro marrón.

Recientemente, el capitán le había adjudicado la investigación de la desaparición de varios adolescentes en la ciudad.
Las desapariciones siempre caían en manos de los agentes más novatos, principalmente porque solían ser casos de escasa trascendencia, a los que llamaban, en argot policial, «papas calientes».

Al final, siempre se descubría que aquellos fulanos se habían ido de casa simple y llanamente porque estaban hartos de sus familias o de sus trabajos. Detrás de esas huidas no había ningún misterio digno de un inspector con una hoja de servicios tan deslumbrante que cegaba.

Sin embargo, el capitán le asignó ese caso a Harry porque en esta ocasión los desaparecidos eran bastante jóvenes y las familias estaban presionando al alcalde para que tomara cartas en el asunto.

Si los medios de comunicación relacionaban esas desapariciones, algo que todavía no habían hecho, sin duda empezarían a hablar de un secuestrador en serie o algo mucho peor. Llegado el momento, el alcalde, como era habitual en él cuando se enojaba, empezaría a cortar cabezas. Así, aun sabiendo que Harry no les tenía mucho cariño a los niños, y menos a los adolescentes, al capitán no le quedó otra opción que adjudicarle la investigación a su mejor hombre. Y si a su mejor hombre esta asignación le sentó como tragarse un barril lleno de erizos, se esforzó por disimularlo.

-Levihan- El chico que vivía encerrado en una habitación Donde viven las historias. Descúbrelo ahora