http://12_LOS ORÍGENES DE HARRY

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Cuando Enrique Gómez, el futuro inspector Harry, sólo contaba con seis años, aprendió la mayor lección de su vida.

Era un 24 de diciembre por la tarde y sus padres andaban muy preocupados porque aún no habían comprado el árbol de Navidad. Aquel año les tocaba organizar la cena de Nochebuena para toda la parentela y les parecía que carecer de un abeto les dejaría en ridículo ante los invitados.

Detrás de los gritos histéricos que sus padres se cruzaban y del nulo caso que hacían a Harry, se escondía una rivalidad que se remontaba a los primeros años de formación de esa familia.

La competencia entre su madre y su cuñada por superarse anualmente en lo tocante a la decoración navideña había alcanzado, con el devenir del tiempo, la categoría de guerra.

Tener la casa mejor adornada, llevar el pavo más tierno y obligar a los retoños a memorizar piezas musicales cada vez más complejas eran algunas de las batallas que se libraban en cada edición.

Así pues, un majestuoso árbol del que colgaran los más preciosos adornos tenía que presidir el comedor, como la Tierra está obligada a girar alrededor del Sol.

Pero aquella víspera de Navidad aún no lo tenían. Y a este contratiempo se sumaba otro no menos grande.

La niñera que tenía que cuidar de Harry había llamado simulando voz de resfriado y diciendo que le resultaba imposible cumplir con su deber. (Después de colgar, entró en el bar donde unos amigos coreaban su nombre).

Los únicos abuelos vivos de Harry comunicaban sin parar, demostrando una vez más que eran unos especialistas en dejarse el teléfono descolgado, y la vecina, que tenía un hijo de la misma edad, se había marchado a pasar las vacaciones fuera de la ciudad.
De modo que a los padres de Harry no les quedó otro remedio que llevárselo consigo a la feria navideña, donde pensaban comprar el árbol.

Como era de esperar, el tráfico infernal fue la introducción de lo que se habrían de encontrar cuando llegaran al recinto ferial, ubicado en el corazón comercial de la ciudad.

Parecía que el 99,9% de la ciudadanía había dejado la compra del árbol para el último día y que ahora todo el mundo se amontonaba en aquella explanada donde los carteristas trabajaban tanto o más que los trabajadores.

A Harry le entusiasmó aquella conglomeración humana y aquella explosión de luces y colores, donde uno tan pronto se topaba con puestecitos repletos de adornos navideños como con coros de niños cantando villancicos, abuelas haciendo ofrendas a las puertas de las iglesias y turistas embelesados sacaban fotos a diestro y siniestro.

Para sus estresados padres, en cambio, no parecía haber mucha diferencia entre encontrarse en ese lugar o dentro de un caldero de agua hirviendo.
Y así, entre codazos, nervios a flor de piel y el clásico diálogo de «¿Dónde está el niño?», «Pensaba que iba contigo», «Pues yo pensaba que estaba contigo», ocurrió lo que tenía que ocurrir: que Harry se perdió.

Imposible saber cuál de las dos partes era la responsable de su extravío: los padres con sus prisas o Harry con su embelesamiento. Seguramente ambas circunstancias conspiraron a favor del desastre.

El caso es que, cuando el niño se supo solo, cayó en un estado de pánico que lo dejó paralizado durante más de diez minutos.

Toda la belleza que lo rodeaba —luces parpadeantes, juguetes originales, transeúntes sonrientes— se convirtió en pura hostilidad.

Imaginaba que en cualquier momento alguien lo agarraría y lo metería en un coche de camino a un cuarto oscuro. Adiós a sus padres, adiós a sus amigos, adiós al colegio, adiós a los pasteles de chocolate, adiós a su vida. Por suerte, consiguió empujar esos funestos pensamientos lejos de su cabeza y serenarse.

-Levihan- El chico que vivía encerrado en una habitación Donde viven las historias. Descúbrelo ahora