El día que asesino a sus hijos, Gustavo le regaló dos rosas a Mónica y le escribió una carta que iniciaba: "Para una mujer bonita...".
Poco después del mediodía bebió cerveza y durante largo rato estuvo mirando fotografías de familia. Se echó en la cama donde tantas veces jugó con ellos y recordó, fraguó, maldijo. Otro trago. Otra mirada a una foto.
Odio.
El odio es el sentimiento más puro del ser humano.
Uno puede dejar de amar, pero jamás dejará de odiar.
Gustavo y Mónica cumplían siete años de vivir juntos. Al fondo del departamento que compartían en el segundo nivel de aquella casa con frente de herrajes dorados marcada con el número 353 de la calle Indios Verdes, colonia Evolución, Ciudad Nezahualcóyotl, estado de México, los niños jugaban dentro de su mundo infantil ausente de malicia, animados por tener entre las manos una pelota o un carrito, vestirse del Hombre Araña o sólo observar una muñeca. Confiados en que su padre los cuidaba, por momentos jugueteaban entre ellos o por separado, o simplemente veían caricaturas en la televisión.
Llovía.
El tiempo nublado y frío había sido cómplice perfecto para que Kevin, de cinco años; Christopher, de tres y medio, y Romina, de año y medio, se quedaran en casa. "No los mandes a la escuela porque se pueden enfermar", le dijo Gustavo a su mujer. Al menos en el caso de los varones que iban a un kínder cercano.
Mónica obedeció.
Según Gustavo, la madrugada de ese jueves le hizo el amor a su mujer. Según Mónica, no permitió que la tocara. Hacía mucho tiempo que el amor y el respeto se habían perdido entre la violencia que hora a hora marcaba la vida de Gustavo y la indiferencia y el desprecio que terminó sintiendo Mónica por su hombre. Los años recientes habían sido una noche interminable, triste.
Día frío y lluvioso. Mónica había salido y Gustavo se levanta de la cama y va por otra cerveza, una caguama, como se acostumbra en el barrio. No cervecita de lata ni mediana en botella: caguama. Le bota la corcholata con la punta del viejo destapador y antes de regresar a la cama le da un trago largo, a pico de botella. La espuma precede al líquido amarillento que resbala por la garganta, y sus efectos, como vapores malignos, suben hasta el cerebro, aturdiéndolo. Por un instante queda petrificado y su mirada, acuosa y torva, se detiene en sus hijos que siguen jugando. Kevin imagina, enfundado en su traje de Spiderman, que salva la ciudad de los hombres malos.
Gustavo regresa ahora al comedor y se sienta sobre una de las sillas. Otro trago. "Mónica. Maldita". Y recuerda que horas antes, el miércoles por la tarde, le dijo a unos camaradas: "Vi a Mónica en un carro con un hijo de la chingada...". Frase dolorosa, mortal por necesidad, con la suficiente dosis de rencor para alimentar a los demonios. "La vi a la cabrona...".
Bebe rápidamente su caguama. Va por otra, y la toma desesperado. Vuelve a sentir que el líquido se apodera de su voluntad mientras su cuerpo trastabilla cuando va al refrigerador para destapar otra más. Tragos largos y maldiciones. Recuerdos y fotografías. Va por una revancha contra la vida. Es hora de cobrar facturas pendientes. Tiempo de alimentar a los demonios. No hay regreso en el camino.
Poco después los mató. Su declaración y las investigaciones realizadas indican que tomó una bufanda y los ahorcó tendidos sobre la cama, boca abajo, por separado, sin titubeos y, después se sabría, sin remordimientos.
Eso sí, acomodó los cadáveres en forma paralela, bajo una sincronía macabra, y los rodeó con los juguetes preferidos de sus hijos.
Después intentó matar a Mónica, pero no pudo.
Luego huyó, pero se dejó atrapar por un adolescente de sólo diecisiete años de edad.
Meses después, en la soledad de su estrecha y oscura celda de cuatro por cuatro metros del penal de Nezabordo, Gustavo no muestra ningún arrepentimiento por haber asesinado a sus hijos. "Fue por venganza", asegura, y se muestra convencido de que hizo lo correcto, Luego vuelve a la postura en que permanece casi siempre cuando las sombras se apoderan de su encierro: sentado en un rincón, encogido, con las rodillas cerca del mentón, las manos entrelazadas cerrando un círculo en torno a sus rodillas y la mirada perdida en el suelo.
El vacío.
Porque desde el momento en que apretó los extremos de las bufanda alrededor de los cuellos de Kevin, Christopher y Romina, hasta el día en que le fue dictada su sentencia: ciento sesenta y cinco años de pena formal por homicidio calificado –setenta años como pena máxima contemplada en las leyes del estado de México-, el asesino no ha mostrado signo alguno de pesadumbre. Ni una palabra, ni gesto. En ninguna de sus declaraciones aparece la palabra "perdón". Ni siquiera una insinuación de estar arrepentido o al menos mostrarse afligido.
No hay dolor. No hay regreso.
Cuando leí por primera vez lo que hizo Gustavo, pensé que las cosas no habían ocurrido como las presentaban los medios. Me parecía imposible. Inimaginable siquiera que un hombre matara a sus hijos. No podía ser, bajo ninguna circunstancia. Pero me equivoqué. Sí había pasado. Sí era posible que un ser humano acabara con la existencia de quienes tenían vida por él.
Algunos testimonios sobre el caso iban de lo asombroso a lo espeluznante. El reportero Aarón Tagle, de radio Monitor, le informaba al conductor Enrique Muñoz, a las 7:10 de la noche, en una nota con duración de 5 minutos y 33 segundos, que "al Piojo se le hizo fácil, luego de golpear a su esposa salvajemente, amarrarla para que frente a su mirada fuera testigo de cómo les quitaba la vida a sus hijos con sus propias manos...".
No fue así.
Los vecinos también comentaban que Gustavo había descuartizado a sus hijos y que las paredes estaban llenas de sangre.
Tampoco ocurrió de esa manera.
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Falta un poco para terminar el primer capítulo.
Alguien sabe que historia es?
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POR LA MANO DEL PADRE
Mystery / ThrillerGustavo y Mónica cumplían siete años de vivir juntos en un departamento de la colonia Evolución en Ciudad Nezahualcóyotl; tenían tres hijos: Kevin de 5 años, Christopher de 3 y Romina de uno y medio. Justo el día de su aniversario, después de estar...