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Pero Miare no tenía intención de oír mis palabras, mis excusas ni mis explicaciones. Y era lógico, acababa de ver a su novio con otra chica. Con esa chica.

Y es que mi querida diosa no era muy popular por sus buenas acciones ni por llevarse bien con la gente. Al contrario, su nombre era murmurado por los pasillos, desde hace un tiempo solo por los más temerarios. Era una chica fuerte y arisca, fácil de molestar pero difícil de escapar de ella.
No conozco su nombre porque yo no quiero, pero simplemente con prestar atención podría haberlo oído.

Ella. La maldita pelirroja que trae mi mundo de cabeza. La sincera, la amable, la risueña, creativa, amable, encantadora chica que yo conocía. Pero no la fría, calculadora, agresiva, hosca y huraña que conocía el resto.
Esa no era ella, pero sí era como se mostraba.

Miare la conocía así, no podía ser de otra forma. Y, de todos modos, lo que acababa de ver no tenía justificación con ello.

¿Cómo le dices a tu novia todo lo que sientes sin dañarla? ¿Cómo decirla que la quieres pero que te has enamorado de otra chica de la cuál ni siquiera sabes el nombre? Una joven mentirosa, incorregible, indómita, que apareció de pronto en el tejado, que me encandiló con una sola mirada antes de saber siquiera quien era.
¿Cómo decirte, cariño, que aunque te quiera ella ocupa mis pensamientos día y noche, que se encarga de secuestrar mi tiempo y aprovechar mis horas, que está dentro de mi cabeza y no quiere salir, que ha decidido adueñarse también de mis sueños y habitar en ese lado que reservo en mi pecho?

Ella corría rápido, pero yo aún más. Me llevaba ventaja, pero sabía el camino que iba a tomar.
Recta hasta la casa número 25, la de color azul y, tras ella, dos calles a la derecha y una a la izquierda. Sigue de frente por la avenida hasta la casa del jardín encantado, cómo lo suelen llamar los niños pequeños y todos aquellos que, con la excusa de recordar, no queremos dejar de serlo.
Desde ahí gira a la derecha y tres calles más adelante está el pequeño parque en el que se refugia, tras el quinto árbol, en la roca blanca.

La pillé cuando estaba buscando refugio, inconscientemente, en ese mismo lugar. Tenía el rostro apagado, sin el habitual brillo tierno que la caracterizaba, y las lágrimas, atrevidas y fugaces, se deslizaban por sus mejillas robándole toda la alegría que yo una vez había admirado...

En ese momento me sentí la persona más cruel del mundo. Alguien detestable, horrible, alguien que no merece la pena de ninguna forma.

Miare, la dulce Miare, no se merecía ni la mitad de todo lo que la estaba haciendo pasar. Ella se merecía cariño, respeto, amor. Se merecía que construyera un mundo para nosotros dos, el que terminé construyendo con otra chica. En resumen, ella tenía que tener todo lo que yo no la  podía dar. 

Ella me miró. Sentí sus ojos clavados en mí, vacilantes, con el temblor que mi traición la había conferido. Leyendo su expresión supe que intentaba odiarme, pero no podía. Quería hablar pero el llanto se lo impedía. Estaba destrozada, decepcionada, se sentía traicionada. 

Tras varios momentos fue capaz de dirigirme unas palabras entrecortadas de llanto.

—¿Por qué...? —Dijo. Y ya no pudo seguir hablando.

Ahí fue cuando yo también caí. Deseaba que me gritara, que me echara en cara todo lo que la había hecho pasar. Que me humillara delante de todo el mundo, que me recordara lo detestable que soy. Estaba preparado para soportar el odio de quién una vez me amó, y que lo seguía haciendo puesto que no es tan fácil olvidarse de ese sentimiento, porque me lo merecía, porque la tranquilizaría. Pero ese odio no llegó. Y eso, en el fondo, me rompió por dentro.

Estaba preparado para sus gritos, no sus lágrimas. Para su rencor, no su tristeza. Para su enfado, no su decepción. 

Estaba preparado para se liberara y me arrastrara al mismísimo infierno, arrojándome a las llamas con sus palabras. Pero, sin duda, no estaba preparado para que se derrumbara en mis brazos, deshaciendo su rostro en agua, coronando su expresión de sufrimiento.

—Lo siento. — Dije yo, como un cobarde, pero no bastaba. 

Y ella siguió rota, derrumbándose mientras tiraba de mí hacia abajo. Hacia el vacío más profundo. Hasta el oscuro futuro que nos prometimos luminoso, que, comprendí, había llegado a su fin.

Miare, mi dulce y alegre Miare, ya no era dulce, ya no era alegre, ya no era mía. 
Ni siquiera era ella misma. 
Era mi culpa y no podía justificarme.

Y eso

en el fondo,

nos mataba a los dos.

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⏰ Última actualización: May 06, 2019 ⏰

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La chica del tejadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora