Qué equivocado había estado hacía unas semanas, cuando creía que con lo que más daño podía hacerme Sabrae había sido su "no". Qué imbécil había sido creyendo que no había nada que pudiera hundirme más que aquello, que no habría nada que pudiera volverme más loco de lo que lo había hecho aquella negativa que, ahora, había descubierto que no era realmente suya.
No sólo resultó que Sabrae sí podía hacerme más daño que entonces, sino que descubrí en aquel preciso instante que ella era la única que podía convertirme en una persona a la que incluso yo mismo detestaba. Podía destruir todo cuanto yo era y todo de lo que me enorgullecía; convertir todos mis virtudes en cenizas y hacerme un monstruo compuesto de unos defectos que yo ni sabía que tenía.
Resultó que Sabrae era la que me había enseñado el mundo de posibilidades que se abría ante ti cuando te enamorabas... y lo había destruido con un hechizo horrible que sonó tal que así:
-Hijo de puta-escupió, pasándose el dorso de la mano por el labio, donde mi sangre aún mantenía unida nuestra unión-. No sé cómo he podido estar tan ciega estos meses. Todo lo malo que dicen de ti es verdad. Incluso peor.
Puede que no fuera a graduarme con mis amigos; puede que fuera a repetir curso o que incluso jamás consiguiera graduarme (al paso que iba, cada vez veía más negro conseguir aprobar el último curso y que me dieran el título, ya no digamos si no tenía a nadie apoyándome y obligándome a estudiar como lo había hecho Sabrae); puede que yo no fuera el listo de mi clase y no destacara en nada más allá de educación física, pero eso no significaba que yo fuera gilipollas.
Aunque Sabrae no quisiera decir en voz alta el sujeto de aquella oración, quiénes hablaban de verdad y lo que decían, los dos sabíamos que estaba hablando de sus amigas. Con las que se suponía que no se hablaba, las que le habían montado un pollo impresionante. Aquellas a las que iba a elegir antes que a mí.
-No todo-me escuché responder, relamiéndome el labio y disfrutando del sabor metálico de mi sangre en la boca, como lo había hecho durante los mejores combates de boxeo. No había nada más alentador que sentir el dolor mezclado en la sangre que te llenaba la boca durante una pelea: te hacía darte cuenta de que por fin estabas ante un rival a tu altura, y de que la lucha estaba interesante-. Jamás me he tirado a nadie de la realeza. Aunque no sería por falta de ganas.
Ni siquiera sé por qué dije aquello. Estaba tan rabioso, tan fuera de mí, tan dolido por la cantidad de cosas horribles que nos habíamos gritado, que no nos reconocía a ninguno de los dos: ni a mí, ni a ella.
Porque no te equivoques: si hubiera tenido a mi Sabrae delante de mí, ni siendo un monstruo habría querido lo que pretendía con aquellas palabras. Quería hacerle daño. Arrancar de ella alguna reacción que justificara el deseo oscuro que me atormentaba y me revolvía las entrañas: si ella perdía los papeles conmigo, yo podría perderlos con ella, y podríamos enzarzarnos en una lucha a muerte en la que sólo podría quedar uno. Muerte súbita.
Estaba convencido de que éramos dos montones de pólvora a los que dos llamas se acercaban por sus respectivas mechas, y que el que antes estallara sería el que vencería.
-¿Alec?-preguntó, y en la forma en que pronunció mi nombre escuché algo que me aterrorizó: repugnancia. Asco. Cansancio. Un final. Aquella muerte súbita a la que yo me había lanzado, en la que ella me hundiría.
Qué imbécil era creyendo que podía salir victorioso de hacerle daño, cuando su dolor era el mío incluso cuando yo era quien más quería hacerla sufrir.
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B o m b ó n (Sabrae II)
RomanceHay dos cosas con las que Sabrae no contaba y que le han dado la vuelta a su vida completamente: La primera, que Alec le pidiera salir. Y la segunda, que ella le dijera que no. Aunque ambos tienen clara una cosa: están enamorados el uno del otro. Y...