Color magenta

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Tragué saliva. Estaba aterrorizada. No podía dejar de mirarle las manos ensangrentadas y su cara de satisfacción y cansancio. Él respiraba fuerte y, de algún modo, volvía a ser aquel niño perdido. Se acercó a mí muerto de frío. Le abracé y, con su cabeza apoyada en mi pecho, me pedía disculpas por lo que acababa de ver.

- No te preocupes, Mirko. – Le acariciaba la cabeza. – Me has salvado... - Miraba el cadáver que había dejado.

Se le veía realmente preocupado por lo que acababa de hacer. Y yo no sabía muy bien cómo calmarlo, ya que también estaba impresionada.

Tras estar un tiempo tranquilizándonos, decidimos buscar algo que llevarnos a la boca, pues las tripas parecían leones rugiendo.

No muy lejos de dónde dejamos el cadáver, vimos un frutal. Empecé a escalarlo sin miedo a caerme hasta alcanzar la parte más alta de la copa. Mientras, Mirko, por mucho que lo intentaba, no lograba coger ni un mísero fruto de los que había en las ramas más bajas. Se rindió y empezó a recoger los del suelo. Al verlo, sentí pena por él y pensé que lo mejor sería bajarle un fruto intacto, pero supuse que no sería la mejor opción, ya que él tenía que buscarse las mañas para conseguir lo que quisiera en casos complicados.

Le miré desde lo más alto. Estaba sentado en el suelo comiéndose la fruta con las dos manos.

- Mirko. – Llamé su atención. – Sube aquí. – Dije.

- No soy capaz, Olya. – Me miraba apenado. – No tengo tu facilidad para trepar árboles. – Se encogió de hombros.

Quise bajar para hacerle compañía y darle un fruto entero. Al apoyarme en el tronco para bajar, noté que estaba esponjoso. Al levantar la mano, vi que había un trozo de musgo. Recordé que, al subir, no estaba. Caí al suelo por no haberme agarrado bien al árbol y, cuando abrí los ojos, vi a Mirko mirándome y preguntándome si me había hecho daño. Me toqué la parte de atrás de la cabeza y, entre quejidos, le dije que sí.

Cuando por fin pude mantenerme en pie, le pregunté si había visto antes el arbusto. Él lo negó. Suspiré a la vez que miraba el musgo del tronco. Entretanto, Mirko corría descalzo por el césped. Feliz me incitaba a correr con él, a pasarlo bien y no darle tantas vueltas a lo mismo, no obstante, había algo que no me terminaba de cuadrar. De algún modo creé vida en el árbol, el musgo, y, anteriormente, los brotes de hierba. Llegó un momento en el que pensaba que me estaba volviendo loca porque, empecé a pensar que tenía poderes. ¿Poderes, Olya? ¿De verdad? Suspiré nuevamente y terminé sentándome en el suelo. Al poco rato, se sentó a mi lado el pequeño Mirko, quién se limitaba a mirarme y sonreír.

- Mirko... - miraba el musgo - ¿es posible tener poderes? – Pregunté sin mirarle.

- Pues... - pensó – no sé decirte. – Me miró y se volvió a encoger de hombros. - ¿Acaso tienes poderes? – Sonrió de oreja a oreja.

- Lo dudo mucho, enano. – Le revolví el pelo de la cabeza.

Empezaba a anochecer y todavía no teníamos muy claro dónde íbamos a pasar la noche. Mirko cada vez tenía más sueño y yo menos paciencia. No dejábamos de andar y andar. Era agotador ver siempre los mismos árboles y los mismos senderos.

- ¡Auch! – Se quejó Mirko.

Me giré rápidamente tras escucharlo y acudí a él. Le pregunté qué le había pasado y me enseñó la pierna. Le estaba sangrando por una herida que se había hecho. En ese momento sí que quería que la tierra me absorbiera, porque no sabía qué hacer ni a dónde acudir.

OlyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora