3. Something's Wrong with the Village [ Aventura ]

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El mecánico le había asegurado que su auto soportaría unos cuantos cientos de kilómetros más, los necesarios para completar el tramo que lo separaba del final de su recorrido. Sin embargo, el humo vaporoso que escapaba del capó se empeñaba en renegar de aquella opinión. Y era inútil llevarle la contraria al viejo Ford. Ya entrado en años, Steven había decidido que lo mejor era no empujarlo al límite ni tratar de hacer que funcionara como él quería. Como los ancianos, el coche ya tenía sus manías. Y desde hace unos días le estaba diciendo que ya había tenido suficiente, que ya no daba para más, pero él se había negado a oír.

—¡Yo mismo me lo busqué! Pero este imbécil... —Steven comenzó con su retahíla, recurriendo a dioses olvidados e insultos variopintos. Por lo bajo, eso sí, no fuera a tentar a ninguno que oyera de mandarle otro castigo.

Tenía bastante en su plato. A su alrededor, poco y nada había. La humanidad se había olvidado de ese rincón, abandonado a la suerte de los elementos. Por mucho que apretara la pantalla de su celular, no había conexión posible. Solo tenía un automóvil descompuesto, pastizales a un lado y al otro y una ruta que se extendía ante él, vacía. Era uno de esos caminos poco frecuentados, utilizados solo cuando las gracias complotaban en contra del pobre que hubiese decidido emprender el viaje.

Pintoresco, le habían dicho. Iba a resultar perfecto para desconectar, para apartarse del ajetreo diario y del bullicio que carcomía su cerebro hora a hora. Unas vacaciones le vendrían bien, después de años de optar por encerrarse en su hogar y fingir que el resto del mundo no existía. Sus padres habían ofrecido pagar los gastos, aun cuando él tenía el dinero para enfrentarlo. Solo no quería hacerlo. No estaba dispuesto a renunciar a sus rutinas, sus costumbres. Conocer lugares nuevos no formaba parte de su plan, y estaba conforme con ello. Nunca le había interesado mucho viajar ni explorar.

Pero lo habían convencido. Se había subido a su auto con una mísera maleta, repleta de ropa que bien podría haber pertenecido a su abuelo, algo de beber y su alma cansada. Tardaría dos días en llegar a su destino, se tomaría una semana de vacaciones y volvería a su hogar, donde lo esperaría un macetón con una planta mustia y un gato arisco que creía ser dueño y señor de la casa.

Debería borrar de su mente la posibilidad de llegar a tiempo. A la basura se iban las horas invertidas en detallar un itinerario perfectamente ajustado a las estimaciones de gastos y a su agenda. Tendría que rearmarlo en cuanto tuviera una oportunidad, mas tenía temas más acuciantes que resolver. En principio, debía irse de allí. Si el GPS servía de algo y no lo guiaba a su propia muerte, a menos de cinco kilómetros encontraría un pequeño pueblito —Santa Merspointeeas, una lagaña en el mapa, sitio que probablemente solo conocieran sus menos de doscientos habitantes— en el que podría pedir ayuda. Contrataría una grúa, dejaría que un nuevo mecánico revisara al pedazo de chatarra que lo había arrastrado hasta allí y rogaría que todo esto fuera un desvío temporal.

Amparado bajo nubes que auguraban tormenta, emprendió el camino entre bufidos y quejas murmuradas por lo bajo. Llevaba su maleta, solo por si acaso, la botella de agua que había cargado consigo, su documentación y el móvil. Con algo de suerte, la señal llegaría a Santa Me-importa-tres-bledos y dejaría de ser un pisapapeles de mil dólares en la comodidad de su bolsillo.

La falta de hábito hizo que sus pasos se volvieran pesados y más lentos, el terror aguijoneando en las profundidades más oscuras de su mente. No solía ejercitar, salvo su eterno forcejeo con las sábanas a la noche y el levantarse y volverse a sentar en el sillón para mirar otro episodio de una serie de mala muerte. A los dos kilómetros ya estaba jadeando, el sol dibujando figurillas ante sus ojos. Puntos de colores invadían su visión, su frente empapada de un sudor pegajoso que se extendía por su espalda, sus brazos, su entrepierna... Por cada centímetro de ese cuerpo que peleaba contra sí mismo. Estuvo tentado a detenerse, tomarse una pausa. Pero no podía permitírselo. Si lo hacía, no estaba muy seguro de querer continuar.

La llamada de los veintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora