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–Debemos tener cuidado. No queremos desequilibrar de nuevo los oráculos.

–Es sabido, madre, pero, ¿no cree que si no nos arriesgamos no podemos ganar mucho?

   Los pasos de la pareja con relación maestra-aprendiza resonaba por la estancia vacía, a causa del eco. Atravesaban de poco en poco cortinas con motivos ardientes, que no sólo lo eran por tener dibujos de llamas, si no porque aquellas telas ardían como el mismísimo infierno, algo que los ángeles del Fuego no parecía notar. Todas las habitaciones eran iguales.

–Laetitia, ¿osas insinuar que debemos perder tropas y tropas por segunda vez? ¿Osas insinuar que debemos perder el otro ala? –su voz era tranquila y dulce, inspiraba confianza y te daba la sensación de estar hablando con alguien que sabía mucho sobre mucho, pero eso no ocultaba el leve tono violento–. No voy a permitir que eso vuelva a suceder. ¡Nos confundiríamos con los simples mortales! Y, además, su época acabó hace poco más de un milenio, ya pasó, y no volverá a hacerlo.

–Madre, sé que todos los mortales huyeron a otros planetas para no tener que preocuparse de dioses mal de la cabeza–musitó, dejando claro que era una inexperta–. Y sé que no quieres que vuelvan a pisar esto debido a su traición a Éxilatref, pero...

–¡Mal de la cabeza! ¡A ti sí que te faltan dos tornillos y la mitad de otro! –esta vez, la voz de la Madre del Fuego sonaba completamente rabiosa–. ¡Ofender de esa manera a nuestros grandes soberanos!

   La chica de pelos rizados dio media vuelta, zapateó con fuerza contra el suelo y desapareció por las cortinas de tela ardiente. Pasados unos segundos, aún se la oía bufar y quejarse.

   Los ideales de Laetitia siempre estaban lejanos a esas ideas sobre dioses que protegían a todas las especies de su reducido mundo. Ella pensaba que debían luchar por conseguir sus objetivos y que una divinidad a la que representaban con la forma de una de las razas no iba a ayudarlos. Y no creáis que es que no creía en ellos. Nada más lejos de la realidad. Laetitia creía en estos seres sobrenaturales, y nada le haría cambiar de parecer. Sabía que ellos crearon el mundo, los oráculos y las Fronteras, pero más allá de eso, confiaba en que nadie superior a las seis razas les iba a ayudar con sus problemas.

   Justo cuando pensaba que no encontraba una habitación distinta a ese bucle de cuatro o cinco cortinas al rojo vivo por habitación, y el resto, de cuarzo rojo llamas, aterrizó en su cama abarrotada de cojines de colores crema, beis, blanco hueso, etc... Aquella habitación era, no sólo por los muebles, levemente distinta a las demás, las cuales, todas ellas estaban dedicadas a gente como ella, aprendices. Nadie sabía nada de esta variación excepto ella. Se levantó de su cama adoselada, el la cual había aplastado los cojines bajo su peso, y se tiró por los suelos, cerca del rodapié.

   Ahí se notaba como una losa de cuarzo rojo sobresalía un poco. Al presionarla con la mano, la otra parte de la baldosa sobresalía en su lugar. Laetitia lo descubrió cuando apenas tenía sus siete años recién cumplidos. Al levantarla, no sin un poco de esfuerzo, había un escaso hueco, que cualquiera diría que no servía para nada, y sin embargo, en ese "escondrijo" había de todo lo habido y por haber. Al menos una docena de folletos, pequeños brazaletes y amuletos... y todo eso, al parecer, eran antiguos restos de la civilización mortal.

   Cogió uno de los folletos con sumo cuidado. Parecía el mejor cuidado, y por lo tanto, el más reciente, aunque seguía teniendo unos mil años de antigüedad. Estaba escrito en la lengua vulgar que usaban los vulgares en la calle, lo cual no quería decir que no supieran hablar la lengua más culta y que más rango designaba, el Griego moderno. En nuestros días, ya nadie sabe nada sobre cómo se utilizaba este habla muerta, y el único rastro que dejó, con el paso del tiempo, fue su escritura. Apenas se habían encontrado textos iguales a los escritos en aquel idioma en Griego para compararlos y sacar el significado de algunos de esos extraños símbolos, por lo que en el folleto que la chica de cabello rizado sólo reconoció «muchacho» y, por alguna razón, «nitrógeno líquido».

Empezó a imaginar qué quería decir eso. Tal vez habían congelado al chaval para ser encontrado en el futuro. Aunque, nadie lo encontró, por el hecho de que nunca hubiera sido buscado. A lo mejor, él fue el primer mortal en servirse de este elemento de la tabla periódica, el cual congelaba las cosas hasta tal punto que nada rociado con él podía ser tocado, o te quemarías la piel. Quién sabe. En el fondo, los ángeles no eran tan conocedores, al fin y al cabo.

   Aquel papel siempre fue el que más veces le había robado la atención. Lo dejó de nuevo en su respectivo sitio y clavó la mirada en un colgante que amenazaba con doblarse, si cerraba mal aquella baldosa. Tan fino. Tan delicado. Y con tanto significado.

«Para ti, Laetitia. Te quiere, MAMÁ.»

   Ese era el único objeto que no tenía un origen mortal. Aquella inscripción se podía leer en su parte trasera. Lo cogió suavemente y lo posó en la palma de su mano derecha.

   Su madre desapareció tras comenzar la Era de los Ángeles. Cuando, como todo aprendiz debe saber, los Ángeles del Fuego y los de la Paz unieron fuerzas para hacer frente a lo único que podía quitarles la vida, e incluso, un ala.

   Un número distinto a seis. El cinco. Cinco entes similares a dioses. Cinco entes creadores de razas malditas y destructores de Ángeles. Cinco demonios que acechaban con destruir el mundo tal y como lo conocemos.

   Laetitia apretó el amuleto contra su pecho. Dos lágrimas acariciaban sus mejillas, y un débil «Mamá...» salió por sus labios fruncidos.

Element Wars: Six FeverWhere stories live. Discover now