Todas las noches te veo etérea, lejana y fugaz como solo tú puedes presentarte. Caminas hacía mí, moviendo sin prisa, sin pena ni gloria, tu silueta desdibujada al ritmo de un vals cualquiera, que otra persona no logra, ni logrará jamás entender como tú. Yo te espero sentado en el absoluto, en el fin del mundo que se resiste a llegar cuando te presentas, ansioso por rodear tu cuerpo con mis manos y frustrado por no terminar de entenderte ahora que te has vuelto caos.
Todas las noches eres tú la que ilumina la Luna, la misma Luna que miran los amantes y pretender erróneamente explicar su belleza ignorandote por completo, cómo si fueran dos seres distintos. Eres tú, Aurora, la Luz que me encierra en el corazón del amante ajeno, que andando solo y a tropezones busca encontrar consuelo en tu pecho desnudo que ahora sirve de refugio, de hogar, como un recuerdo de todo aquello que he perdido.
Todas las noches te vas y acabas viniendo y terminamos ambos apartados del otro y cayendo más y más profundo en un bucle finito de besos y caricias mal logradas, mal pronunciadas, casi sin tiempo y a desganas. Te apareces y yo te añoro y a veces te extraño, pero no es cierto y cada día estoy un poco más seguro de que existes y de que no importa si es hoy, mañana o en cien años, te he de encontrar.