Prólogo.

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– ¿Qué es lo que quieres? – espeté con desagrado, sin dignarme en dirigirle la mirada. – ¿No tienes mejores cosas que hacer? Como, por ejemplo, deshacerte del Gran Lobo Rojo.

– Aún no se encuentra en nuestro territorio. – respondió simplemente, con ese tono tan monótono y carente de sentimientos. Tan él. – ¿Quieres que te de un masaje? Estás algo tenso. – susurró suavemente, caminando hasta llegar a mi espalda, donde comenzó a masajear mis hombros. – Mmm... hace rato que no hacemos nada. – insinuó.

El hijo de puta se me estaba insinuando en este preciso momento, ¿En serio?

– Ya tienes un cachorro, ahora deja de molestarme y haz algo útil.

– Omega. Tengo un cachorro omega. – recalcó, como si por ello no contase.

– No lo sabes, no a ciencia cierta. Podría ser beta.

– Por favor, omega. Ambos sabemos que nuestro linaje no es el más... variado que digamos. – subió sus manos hasta detrás de mí cuello, masajeándolo cuidadosamente. – Ambas familias estaban repletas de la casta más baja y ni un solo alfa a la vista, ¿De verdad tú crees que me saldrá alfa?

– Jamás pronuncié esa palabra, expresé beta. Tú padre era beta, tú eres beta, ¿Por qué tú hijo no sería igual? – observé de reojo sus pocas reacciones, contemplando la concentración con la que se detenía a mirar su marca, aun sin percatarse de mi mirada. – Además, ¿Para qué lo quieres de esa casta? Sería patético y no tendría de donde sostenerse.

– No lo quiero de esa casta, es solo que sabes cómo son las cosas aquí. No podremos subsistir a base de cachorros huérfanos y viejos betas de guerra. Necesitamos alfas para preservar nuestra descendencia. – besó su marca, con una reverencia y amor casi creíbles. – Tus cachorros necesitan un alfa, tú lo...

El beta ceniza jamás pudo terminar esa oración y dudo mucho que pueda volver a intentarlo con la garganta desgarrada.

– Insolente. – limpié mi preciosa daga con la parte interna de mi manto blanco, tiñéndolo de un inusual color escarlata. Por lo general su sangre es más clara.

Ignoré los gorgoteos y su silenciosa súplica en su mirada atormentada. No estaba de humor para ahorrarle el sufrimiento bien merecido que tenía ese intento de beta. Más tarde me conseguiría otro, uno más callado y obediente. Más inteligente.

Suspiré. – Más inteligente.

Y, con eso dicho, me volví a mi posición anterior. Observando todo y a todos desde varias decenas de metros de altura. Se veían casi como pequeñas cucarachas. Tan oscuras, tan repudiadas por la humanidad, pisoteadas y envenenadas por seres superiores en fuerza y tamaño. Tan asquerosas, pero jamás lo suficientemente repulsivas.

Nunca serían como yo, nunca se volverían un parásito, una peste que arrasa con todo lo que se cruza en su camino, como lo hicieron las ratas durante esa lejana época en la cual murieron miles de humanos por la peste negra.

Reí, inconscientemente, eso aún continuaba haciéndome gracia.

Mis pequeños lobos coexistían con esos débiles y efímeros seres. Algún día terminarían por matarlos a todos, o ellos a nosotros, me daba igual ahora, de todas formas, ambos lados saldrían perdiendo si no manteníamos las asperezas lejos.

– Señor. – uno de mis betas se me acercó, había escuchado mi conversación y, como el oportunista que era, no perdió el tiempo. Volteé a mirarlo, la sonrisa ladina era algo característico en ellos. – ¿Desea que me deshaga del cuerpo? ¿Lo limpio? – murmuró con voz suave y algo adormilada. Estaba cansado, todos lo estábamos.

Asentí, no me apetecía hablar con él. Era lindo, pero no estaba de humor para entablar una conversación que no fuesen gruñidos y puñaladas en su estómago. Volví la vista a mi pequeño imperio.

Lo que le esperaría al Gran Lobo Rojo.

Blue: El omega alfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora