Florecían en cada estación, reverberando en un estallido de colores. Cincuenta tonos de morado, verde y ámbar impregnaban los rincones de su piel. En antebrazos debilitados y pálidos, en el recorrido eterno de sus costillas, en el interior de sus descarnados muslos. Sus dedos se cerraban alrededor de ella con el vicio de unas cadenas. Sus palabras se enrollaban en su cuello, en sus muñecas, en cada uno de sus pensamientos como espinas. Rojo, rojo, rojo. Lo había aullado, rogado, suplicado. De pie y de rodillas, debajo de su cuerpo, atada y entregada, en el suelo, libertada. Lo había derramado, una sola vez, ante una lluvia de perdones y palabras confusas.
Dolía. Dolía tanto. Dolía por las mañanas y por las noches, dolía en cada hueso, dolía en cada lágrima. Había intentado salvarlo a él y solo había conseguido hundirse. Profundo, más profundo, sus intentos de nadar hacia la superficie eran vanos. Se ahogaba lentamente, se marchitaba en su pequeña cárcel de cristal. No la dejaría ir jamás. Era suya, la había marcado como tal, y solo podría dejarlo entre filos y negro.
Debería haberlo visto venir. Debería haber oído a su otra voz, aquella silenciada por su entusiasmo y la necesidad de saberse amada. Era inocente, fácilmente manipulable. Su falta de experiencia la había colocado en el trono de la vulnerabilidad y Christian Grey había sabido manejar los hilos para arrastrarla a su casita de muñecas y añadirla a su larga colección de juguetes. La había convencido de que podría darle lo que necesitaba, a pesar de haberse mostrado reacio en un principio.
Y ahora cerraba sus ojos. Aceptaba su castigo, sabiéndose culpable de la situación en la que se encontraba. Era ella la que no soportaba su ausencia. Ella la que buscaba su querer. Ella la que no detenía sus caprichos e imponía su voluntad. Ella la que no se marchaba sin dejar rastros. Ella la que caía en su trampa, la que absorbía sus caricias y palabras como cura y verdad santa.
Era ella. Ella, ella, ella. Tan dulce, tan corrupta. Había logrado romperla en mil pedazos. Sus esperanzas descansaban en una tumba que la esperaba a ella, que la invitaba con los brazos abiertos, desesperados por sostenerla. La había empujado a ello, a ser una sombra errante, un espejismo, una miseria de lo que fue. Le había quitado sus fuerzas, su voluntad, su esencia. Había fracturado su alma, y posteriormente la había torturado con las piezas que de ella quedaban. Le había arrebatado su humanidad, poniéndola como un bello objeto al que admirar y utilizar.
Mientras tanto, le decía decenas de te quiero y algún que otro nunca más. Pero Anastasia había aprendido. Para sorpresa de su amo, ella sí era una buena alumna. Y había internalizado todas las lecciones necesarias. No se desharía de ella en esta vida ni en la siguiente e, incluso así, él no la amaría. Su único interés era ocultarla para sí, mantenerla como su preciada conquista, alejada de cualquiera que pudiera posar sus ojos sobre ella.
Era débil. Débil, demasiado, y se reprochaba por ello. Mordía su labio hasta inspirar las primeras gotas carmesíes. Dejaba que brotaran en silencio, tratando de despertar, por fin, de ese letargo que la estaba aniquilando. Tratando de sumirse en él aun más, para no volver a resurgir. Era frágil y estúpida. Era porcelana, cuando debería haber sido acero. Deseaba ese poder, soñaba con perseguir una rebelión que la hiciera libre.
Soñaba con su muerte.
Tanto daño había causado ya, obligándola a caminar en el borde de pendientes. La martirizaba el hecho de no hacer nada. Quizás no lo hiciera por costumbre, por patrón adquirido y digerido hasta el cansancio. Tal vez fuera la creencia de que, en el fondo, se lo merecía. Por no oír al sentido común, por no querer ver las alertas, las señales claras de que Christian distaba de ser un dominante, sino alguien con problemas que iban más allá de su comprensión y con los que no podía ayudarlo. Seguro, sano y consensuado... No lo había sido entonces, no lo sería ni en sus últimos días. Christian no sabía manejar de forma adecuada sus escenas, no cuando estas estaban regidas por sus necesidades e impulsos, dejando de lado lo que ella necesitara.
Era sumisa, sí, pero no por elección.
Era sumisa por temor. Por el horror que implicaba el ser abandonada.
Era sumisa por obligación.
Era sumisa porque no quedaba otra opción.
Quedaban un millar, cubiertas de polvo, desilusión y dinero. Pilas de billetes que le compraban silencios y lealtades. Pilas de sonrisas prefabricadas, también, y de miradas altaneras. Pilas de inventos y sucias mentiras que llevaban a Grey a un pedestal, y a ella la dejaban en el abismo. Silenciada, otra víctima más.
Ahora lo comprendía. Incluso podía a llegar entrever lo que Leila había sufrido. Porque estaba segura, por sobre todas las cosas, de que ello no era la primera.
Pero podría ser la que pusiera un punto y aparte.
Podría ser la que acabara con Grey y sus juegos
Encerrada en la habitación que compartían, devorada por la ansiedad y las dudas, observó el teléfono que se encontraba en la mesita de luz con inesperada atención. Con una extraña curiosidad que encendió un nuevo ardor en su pecho. Enfebrecida, toqueteó tres botones y aguardó en línea.
Ser de porcelana... Ya no más.
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La llamada de los veintitrés
Short StoryVeintitrés días. Veintitrés géneros. Veintitrés historias. Este compilado de relatos variados fue creado especialmente para el reto de @HenarTejon.