Dragón obsidiana, ojos esmeraldas

181 32 57
                                    

...

Había un eco en la cabeza de Alfred que con cada paso que lo acercaba a la mansión, se volvía un centímetro más grande ¿Qué era ese eco? ¿El sonido de su corazón? ¿El viento presente que rozaba sus oídos? O ¿Acaso era el sonido de las nubes grises y pálidas acercarse al sol? No lo sabía, pero, durante su caminata, aquel eco siguió creciendo hasta que una imagen lo sacudió.

El tejado de color marrón había desaparecido, dejando en su lugar un hueco donde el sol y el polvo entraban a diestra y siniestra al segundo piso del edificio. No había cristales y la roca que había sido usada como pilares se mantenían débiles mientras que otras más se encontraban esparcidas por el pasto y las hierbas de campo crecidas. La mansión estaba en ruinas.

Alfred se mantuvo pasible al ver a la distancia los escombros que alguna vez fue su hogar. Reanudando el paso, su capa peinó las hierbas al volver a caminar.

Una luciérnaga había salido volando de la hierba alta cuando Alfred la espanto de donde estaba posada. Su titileo era débil pero llamativa en la escena gris. El aire se sentía húmedo, tal vez llovería en cualquier momento.

A pocos metros de la mansión, Alfred peinó la fachada y observó como una enredadera de rosas rojas había crecido tanto que parecía que sus espinas y hojas se habían hecho de la casa, invadiéndola.

Parecía que la mansión había estado abandonada desde hace muchos años.

Alfred subió los escalones que llevaban a la puerta principal y, aun sin escuchar los latidos de su corazón, empujó la gran puerta rechinante de madera. Hubo un crujido y las ramitas de la enredadera ya secas se rompieron cayendo al suelo cerca de Alfred quien entró.

Adentro solo reinaba el silencio. Había muebles empolvados que comenzaban a ser devorados por el olvido, el moho y la naturaleza que reclamaba el lugar como suyo. Alfred continuó su recorrido acercándose a las escaleras, sus manos tocaron el barandal de madera astillada y un recuerdo fugaz de su infancia cruzó su mente. A él le encantaba saltar los últimos escalones y Alice siempre lo regañaba si lo pillaba haciéndolo. Al frunció el cejo, posó un pie en el primer escalón y escuchó: <<No...arriba no...>> Entonces, se alejó de las escaleras y siguió por un costado de estas. El pasillo que daba para las cocinas y la puerta trasera estaban llenas de polvo y montoncitos de tierra. La alfombra había perdido color y su belleza había quedado en el olvido. <<Por aquí>> Alfred fue entonces al jardín trasero y de nuevo un cielo gris le deslumbro.

El hermoso jardín de Arthur había sido invadido por hiervas malas y las rosas pastel que tanto cuidaba estaban marchitas. Los arbustos que hacían de murallas alrededor del jardín principal habían crecido sin cuidado, ramas despeinadas salían de sus cuerpos anchos y la pequeña fuente del centro había dejado de escupir agua clara.

Alfred respiró hondo y dirigiéndose al fondo del jardín de su tutor, escuchó de nuevo los sonidos de su corazón al detenerse. El eco de su cabeza se había ido, dejándole escuchar su alrededor. Al viento arrastrar las nubes en el cielo gris, el roce de las plantas que habían crecido descontroladas, su respiración profunda, el palpitar en su pecho.

-Arthur...

Soltó frunciendo el cejo cuando observó aquel cuerpo enorme rodeado de rosas rojas contrastantes con su piel de obsidiana. Cuernos retorcidos sobre su cabeza alargada adornaban el inconfundible color de su iris, el esmeralda de sus grandes pupilas rasgadas que mostró al abrir los ojos le atravesaron el pecho y un golpe de adrenalina hizo temblar a Alfred al ser observado por aquel dragón que hace poco dormía entre las rosas. Un dragón obsidiana, de ojos esmeraldas.

Cría de DragonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora