Cuando abrí los ojos, una lámpara que se posaba sobre mí me encandiló y no podía reconocer dónde estaba. Anhelaba tener un abrigo que cubriera mi cuerpo, ya que el aire del lugar me estaba congelando. "Hombre de 70 años sufrió caída en el baño del ancianato. Presenta múltiples lesiones en la cabeza y espalda", escuché decir al paramédico. Sabía que se trataba de mí porque tengo recuerdos vagos del golpe. Como que se me deslizó de las manos el jabón y después sentí algo debajo de mis pies. No sé si en realidad pisé el jabón o me imaginé que aplastaba una babosa y por eso me caí.
Unas manos tomaron mis pies, otras juntaron mis brazos al cuerpo y otras sujetaron mi cuello. "Uno, dos y tres". Murmuraron los enfermeros al cambiarme de camilla. El paramédico hizo unos trazos sobre el papel y abandonó aquella salita. Miré de reojo y noté que todo era blanco excepto las sillas, que tenían el mismo azul que tienen los pajaritos del ancianato. Repasé la mirada y en el cubículo de información decía gigante URGENCIAS. Pasé la lengua por mis labios para refrescarlos y sentí que me faltaba el aire. Me pusieron unas mangueras que inflaron poco a poco mis pulmones.Una señorita de traje y zapatos impecables salió del cubículo y me puso una especie de pulsera de papel que decía mi nombre: Vicente Rojas. Me pasó una bata para que me cambiara. En seguida, sentí una fuerza que empujó con tanta facilidad mi nuevo medio de transporte que parecía que flotaba. Nos sumergimos como en un laberinto. Traspasamos unas cuantas puertas eléctricas que solo se abrían con claves y finalmente llegamos a mi nueva morada.
Dos bloques grandes de madera que sostenían unos avisos con letras de la A hasta la E daban paso a la habitación 353. Era fría y silenciosa. En aquel recinto se podían ver cinco cubículos divididos con cortinas. Cada uno tenía una cama reclinable para una persona, lámparas que irradiaban una luz azul desde el cielo raso y una mesita de noche que ocupaba el único espacio que había entre un paciente y el otro. En la pared del fondo podía percibir una pequeña pantalla negra de la cual colgaba un cable inerte. Sin embargo, lo más importante y lo que más me impactó fue no encontrar un solo orificio por el que pudiera pasar la luz.
"Don Vicente, su cubículo es el D. Cualquier cosa que necesite presione este timbre y nosotros venimos. No se vaya a mover mucho, tiene que guardar reposo. Ya les avisaron a sus hijos que usted está acá, entonces, esperemos con calma", me dijo Sandra, la enfermera de turno. En mi mente retumbaron varias veces los rostros de mis hombrecitos. Siempre tan serios y buenos mozos. Siempre tan distantes. Hace mucho tiempo que no los veía y pensé que estando en la clínica iban a sacar un poco de su tiempo para encontrarnos. Sin embargo, el 15 de marzo, diez días después de mi llegada a la clínica, no había recibido una sola llamada de ellos. Mis esperanzas se agotaron por lo que desistí de la idea de escucharlos.
Una noche, de las tantas que pasé en la clínica, no podía dormir.. Mis dedos rozaron cada borde de la mesa de noche, habían blisters, un vaso con agua, el cargador del celular. Encontré, entre tanto, mis gafas junto al libro (PONER NOMBRE DE LIBRO). También, recorrí la pared, tan lisa como fría, hasta encontrar el interruptor. Al poco tiempo me di cuenta que, había despertado a mi compañero de habitación por lo que decidí ir al baño a tomar un poco de agua para intentar conciliar el sueño. Alrededor de las 7 am los pitos de las maquinas que tenía conectadas al cuerpo me despertaron. Además, los cables se habían enredado. En lo profundo de mi ser percibí un vacío, era la soledad me estaba carcomiendo.
Para pasar ratos más agradables, empecé a releer los libros que me habían llevado los del ancianato y me imaginé siendo el protagonista de cada historia. Días después llegaron dos pacientes más a la UCI . Iván que tiene 30 años y otro que no recuerdo el nombre. El segundo de ellos me preguntó por qué estaba hospitalizado y yo devolví el interrogante. Sin embargo, Iván no podía ser partícipe de la conversación ya que tenía un problema con sus cuerdas vocales y como yo, tendría que pasar por más procedimientos para recuperar su vida normal.
"Yo era profesor de español en una escuelita, mi esposa se murió hace 5 años. Tuvimos tres hijos Roberto, Marcos y Fidel. Me fui a vivir al ancianato para no complicarles la vida. Yo creo que ellos no saben que estoy acá, no los quiero preocupar". Les dije a mis compañeros. Sentí ronquidos y pronto me di cuenta que los había vencido el cansancio y no me estaban escuchando. Sinceramente necesitaba a alguien que me escuchara. "Por cierto, antes de ser profe, fui marinero, tripulaba por el Atlántico". les mencioné. Iván tenía los ojos entreabiertos y empezó a ponerme cuidado, sin embargo, su mirada era extraña. Más tarde, los demás compañeros se interesaron por mis historias por lo que destinamos que cada día, después de almorzar, yo les iba a contar un poco de mi maravillosa historia.
Semanas después, Iván me miraba mientras yo me preparaba para contar otro relato, decidí tapar el libro con la cobija y preguntarle a los demás si quería escucharme. Entonces, les conté sobre mis días vagando en el océano sin agua ni comida, sobre mi viaje al Amazonas y las cuevas que daban paso al inframundo. No creyeron lo que les contaba hasta que les mostré una postal que tenía guardada. También, les hablé de mis intentos de ser brujo y de las decenas de animales que murieron en mis manos. Cada día que pasaba se asombraban más y más con mi vida y yo, había encontrado, al fin, un poco de atención.
Pasaron varias semanas en las que, al mediodía, los dejaba perplejos por las aventuras que había vivido en el mar, en la selva y en las aulas de clase. Los demás pacientes escuchaban con atención y anhelo cada relato de mi vida. Pero, una noche, cuando regresé del baño, encontré una nota en la que alguien revelaba el descubrimiento de mis mentiras. Claramente, el creador del mensaje se había enterado que, todo lo que les contaba sobre mi vida, en realidad, eran historias del libro que estaba leyendo.
Mientras comíamos la merienda de la tarde le escribí una nota a Iván. Le pedí que guardara mi secreto. Cuando éste leyó el mensaje, miro a los demás pacientes y pujo varias veces, como pidiendo ayuda. El alboroto fue tan grande que llegaron las enfermeras y él les mostró el papel que yo le había pasado. Las ideas eran confusas y para evitar alteraciones en la habitación, rompieron la hoja y nos pidieron guardar reposo.
La verdad, yo no creía que ese joven me fuera a delatar. No estaba haciendo más que contar historias y no pensaba dejar de hacerlo. Sin embargo, al siguiente día, Iván despertó y entre balbuceos nos saludó y me desafió con la mirada. Con el libro entre mis manos, empecé a narrar la primera vez que me casé y mi esposa murió por culpa del anillo de compromiso. Iván no lo soportó e intentó mover sus labios. Esta vez, los otros pacientes, José y Rafael, me preguntaron por la actuación de aquel chico y no tuve más remedio que referirme a su sueño y decir que, seguramente, debido a mis historias Iván no podía dormir.
El silencio de la habitación se prolongó por muchos días. Mis voces no retumbaron más entre las paredes y todos dormían plácidamente mientras escuchaban el ruido del televisor. De la nada, mi aburrimiento fue interrumpido por el médico de la tarde, quien nos chequeó a todos y se detuvo en el cubículo de Iván. "Me alegra verte mejor. Ahora vas a tener que ser paciente y seguir todas las recomendaciones que te hemos dado. Hoy te vas para tu casa", le dijo el doctor a Iván, quien se levantó y festejó por el triunfo.
Mientras yo leí un poco, Iván se bañó, se cambió de ropa y su hermana organizó sus cosas en una maleta. Dos horas más tarde, tomaron sus pertenencias, se despidieron y sus siluetas desaparecieron para siempre del dormitorio. Cuando vi el cubículo B vacío, mi mente empezó a darle señales a mi boca y mis cuerdas vocales emitieron unas cuantas palabras. Mis compañeros de habitación voltearon a verme. Con una sonrisa que adornaba mi cara, volví a narrar mis aventuras. Entonces, no volvieron a faltar las historias, al mediodía, en la habitación 353 de la clínica a la que mis hijos nunca llegaron.
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Historias de la habitación 353
Short StoryHistorias de la habitación 353 sigue incluyendo el tema de la vejez con una perspectiva más cercana y sentimental sobre lo que sienten y viven los ancianos en los lugares donde son abandonados por sus hijos.