13. Blood in the Water [ Misterio ]

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La cúpula de la iglesia de Santa Easstra se divisaba a lo lejos, oteando en el horizonte como un eterno vigilante. Steven suspiró, casi aliviado. Por poco había logrado huir de Santa Merspointeeas, una pesadilla remota a una distancia que lo perturbaba profundamente. Si se prestaba a oír, sus oídos todavía retumbaban con el eco de sus gritos y gemidos, con palabras ominosas cuyo significado desconocía. Pero no hacía falta que lo supiera. Lo sentía en lo más profundo de su ser, en el entretejido de órganos, venas, huesos y piel que lo conformaban.

Debía deshacerse de aquello. Todavía tenía un plan que seguir, aunque este estuviera gravemente desfasado. Debería aprovechar el corto tiempo que estuviera en el pueblo para reorganizar su itinerario. Habría que hacer recortes y modificar rutas, pero podría lograrlo. Podría dejar atrás lo vivido, como si nunca hubiera sucedido.

Se mentía a sí mismo.

Las sogas que aún envolvían sus muñecas eran prueba de ello. No había tenido el valor de detenerse unos segundos para deshacerse de ese molesto recordatorio, que poca libertad de movimiento le dejaban. Su cerebro seguía repitiéndole que no era seguro, que alguien saltaría a su encuentro. Que solo estaban escondidos, al acecho, por más que no hubiera siquiera un espacio donde pudiera escurrirse un alma. Sus pensamientos no entraban en razones, impulsados por una adrenalina que no terminaba de quemarse. La tensión estaba presente, empujando, empujando, clavando sus garras en un corazón resentido que no estaba preparado para sentir emoción alguna.

Con horror descubría que podía sentirlas con la misma, sino más, pasión que el común de los seres humanos. Que él no escapaba del irremediable tumulto que sacudía cuerpos en un estallido de hormonas y neurotransmisores saturados. No era inmune. Y no sabía cómo lidiar con ello. No estaba preparado para la tormenta que se desataba en su interior. Abandonar su rutina, dejar su hogar —que fuera por un periodo limitado no importaba... En años no se había apartado de allí, apañado por sus padres que comprendían su situación y, a su vez, la lloraban en silencio—, aventurarse a territorios que le eran extraños, sobrevivir a ello de la manera más cruenta... Era demasiado. Demasiado, demasiado, demasiado.

Temblaba al llegar a Santa Easstra, a punto de desbordar en llanto. A escasos doscientos metros, había desatado las cuerdas, las había escondido debajo de su asiento y respiró profundamente unas cuantas veces, esforzándose por recomponerse. Debía presentarse calmado, como si no tuviera motivos para temer la presencia de otras criaturas de su misma especie a su alrededor. Debía comportarse como uno más de la manada, sin llamar la atención.

Sin embargo, ello era inevitable. Santa Easstra no era más que una coma en el mapa. Una breve pausa en la desolación del paraje, con casitas amontonadas de estilo antiguo y pintura saltada. A diferencia de Santa Merspointeeas, la perfección parecía haberse esfumado. Era un pueblo consumido por el tiempo, olvidado por sus propios moradores. No había detalles cálidos a la vista, nada que invitara a quedarse. Y los pueblerinos... Eran otra historia.

Su presencia no pasó inadvertida. Contando con una mísera cantidad de habitantes, las caras desconocidas resaltaban como una mota negra en la más blanca de las paredes. Estaba allí, con una diana en la frente, gritando a los cuatro vientos que era carne nueva y fresca. Steven podía notarlo. Se daba cuenta de los ojos curiosos que lo observaban a cada paso que daba. Parecían perforarle el cráneo, marcándolo a fuego.

Trató de ignorarlos, sabiendo de antemano que no funcionaría. Intentó, entonces, dar uso a una amabilidad de la que no sabía que disponía. Asintió a unos cuantos, a modo de saludo. Amagó una palabra o dos. Recibió mutismo a cambio. Es como si no esperaran la llegada de un visitante. Como si la comunidad se cerrara a la posibilidad de un nuevo miembro temporal. Aquello lo confundía, mas tenía otras cuestiones que resolver. Sacó su teléfono móvil, a la espera de que, en una de esas casualidades fortuitas, hubiera señal disponible que lo sacara de este aprieto. No fue una sorpresa descubrir que no la había.

La llamada de los veintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora