Colección andanzas
A mis nobles amigos:
Ricardo Bada (porque me convenció de que yo era un escritor)
Paco Ignacio Taibo II (porque me metió en la aventura de la Novela Negra);
y Jaime Casas, alias "El Chancho" (porque vivió la más negra de las novelas y nunca dejó de alumbrar)
Primera parte
Tarde o temprano la vida se me pondrá por delante y saltaré al camino. Como un león.
Haroldo Conti, escritor argentino desaparecido en Buenos Aires el 4 de mayo de 1976
1
Tierra del Fuego: chimangos en el cielo
Al conductor del Lucero de la Pampa se le iluminaron los ojos al ver la silueta del jinete a la orilla del camino. Llevaba cinco horas con las pupilas clavadas en la recta carretera y sin recordar otra distracción que el par de ñandúes que espantó con el estridente claxon. Al frente tenía el camino. A la izquierda, la pampa de coirones y calafates. A la derecha, el mar, pasando con su incesante murmullo de odio por el Estrecho de Magallanes. Nada más.
El jinete estaba a unos doscientos metros y montaba un matungo, un caballo peludo que se entretenía mordisqueando hierbas. El jinete tenía el cuerpo enfundado en un poncho negro que cubría también las costillas del animal, el sombrero gaucho de ala corta caído encima de los ojos y no movía un músculo. El conductor detuvo el bus y le dio un codazo al ayudante.
-Despierta, Pacheco.
-¿Cómo? No estaba durmiendo, jefe.
-¿No? Tus ronquidos no dejaban escuchar el motor. Putas que eres buen acompañante.
-Culpa del camino. Siempre lo mismo. Disculpe. ¿Quiere un mate?
-Mira. Duerme o se durmió el viejo boludo.
-Hay una sola manera de saberlo, jefe.
En el bus viajaba un puñado de pasajeros acalambrados por las muchas horas de camino. Algunos dormitaban con la cabeza inclinada sobre el pecho, y los que iban despiertos charlaban con desgano acerca de los infortunios del fútbol o de los precios cada vez más bajos de la lana. El conductor se volvió hacia ellos y, luego de indicarles la quieta figura del hombre montado, les hizo un gesto para que callaran.
El Lucero de la Pampa,avanzó lentamente, a la vuelta de la rueda, hasta detenerse frente al jinete dormido. El caballo, sin inmutarse, siguió dando dentelladas a las hierbas ralas. Caballo y jinete se encontraban junto a una curiosa edificación de madera, pintada de rojo y amarillo. Era una suerte de palomera levantada sobre pilotes a un metro y medio del suelo. El tamaño de la construcción hubiera permitido a un hombre dormir cómodamente en el interior.
El ronco sonido del claxon alarmó al caballo alzó el cuello, movió la cabeza de grandes ojos asustados y, al intentar girar sobre la grupa, estuvo a punto de derribar al jinete.
-¡Quieto! ¡Quieto, baboso! -gritó desconcertado.
-¡ Despierta, viejo boludo! ¡Un poco más y te atropello! -saludó el conductor entre las carcajadas del ayudante y los pasajeros.