Capítulo I

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Cuando lady Winwood le hizo saber que no podía recibirla, la visitante matutina preguntó con cierta ansiedad por la señorita Winwood o, de hecho, por cualquiera de las señoritas. Considerando el rumor que había oído, sería demasiado insolente que todas las damas de la familia Winwood se negaran a recibir. Pero el portero abrió totalmente la puerta y dijo que la señorita Winwood estaba en casa.

Después de ordenar al cochero de su elegantísimo carruaje que la esperara, la señora Maulfrey penetró en el oscuro vestíbulo y dijo, animadamente:

—¿Dónde está la señorita Winwood? No es necesario que os molestéis en anunciarme.

Según parecía, todas las muchachas se hallaban en el saloncito. La señora Maulfrey asintió y atravesó el vestíbulo con un repiqueteo de sus altos tacones. Mientras ascendía las escaleras, su falda con armazón, desplegada sobre amplios paniers á condes, barrió las barandillas a ambos lados. Consideró y no por primera vez, que la escalera era demasiado angosta y la alfombra decididamente ruinosa. Ella se avergonzaría de tener unos muebles tan antiguos. Pero aunque reclamaba para sí el título de prima, no era —admitió para sus adentros— una Winwood de Winwood.

El saloncito —con cuyo nombre el portero designaba una sala trasera destinada a las señoritas— se encontraba al final de un tramo de escaleras, y la señora Maulfrey lo conocía bien. Golpeó con su mano enguantada uno de los paneles de la puerta y entró de inmediato.

Las tres señoritas Winwood formaban un grupo junto a la ventana, ofreciendo un cuadro agradable y natural. Sentadas en un sofá de satén de un desvaído color amarillo, se encontraban la señorita Winwood y la señorita Charlotte, enlazadas por la cintura. Eran muy parecidas, aunque se consideraba que la señorita Winwood era más bella. Su perfil clásico estaba frente a la puerta, pero en el momento en que la señora Maulfrey hizo su entrada susurrante, miró a su alrededor y ofreció a la visitante un par de enternecedores ojos azules y una boca suave y arqueada que articulaba una «O» de apacible sorpresa. Unos rizos rubios sin empolvar, sujetos por una cinta azul, enmarcaban su rostro y caían sobre sus hombros en varios bucles ordenados.

La señorita Charlotte no destacaba junto a «la belleza de la familia», pero era una verdadera Winwood, con la famosa nariz recta y los mismos ojos azules. Sus rizos, no tan rubios como los de su hermana, existían gracias a las pinzas calientes; sus ojos eran de un azul menos profundo y su tez más cetrina. Pero resultaba, no obstante, una damisela muy atractiva.

La señorita Horatia, la más joven de las tres, no tenía nada, excepto su nariz, que proclamara su linaje. Su cabello era oscuro, los ojos de un gris profundo, y las cejas oscuras y muy pobladas eran casi rectas y le daban una expresión seria, incluso severa. Ningún tipo de tratamiento las inducía a arquearse. Era una buena media cabeza más baja que sus hermanas y, a los diecisiete años de edad, se veía lamentablemente obligada a admitir que no era probable que llegara a crecer más.

Cuando la señora Maulfrey entró en la habitación, Horatia estaba sentada en un banquillo junto al sofá, con el mentón apoyado en sus manos y frunciendo terriblemente el entrecejo. O tal vez, pensó la señora Maulfrey, fuera una impresión producida por aquellas cejas absurdas.

Las tres hermanas llevaban tocados de mañana de muselina trabajada sobre miriñaques ligeros, con bandas de gasa en la cintura. Provincianos, pensó la señora Maulfrey, dando un tironcito de satisfacción a su mantilla de seda con flecos.

—¡Queridas! —exclamó—. ¡Vine en cuanto me enteré! Decídmelo enseguida, ¿es verdad? ¿Rule ha pedido la mano?

La señorita Winwood, que se había levantado graciosamente para recibir a su prima, pareció marchitarse y palidecer.

Matrimonio de convenienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora