Capítulo II

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Los parientes del señor Arnold Gisborne —hasta hacía poco perteneciente al Queen's College, de Cambridge— pensaban que había sido muy afortunado al conseguir el puesto de secretario del conde de Rule. Él mismo estaba bastante satisfecho, porque el empleo en una noble casa era un primer paso tolerablemente bueno hacia una carrera pública, pero como era un joven serio, hubiera preferido estar al servicio de alguien más preocupado por los asuntos de la nación. Milord de Rule ocupaba ocasionalmente —cuando podía decidirse a ello— su lugar en la Cámara de los lores, y se sabía que alguna vez había elevado su voz ociosa y agradable para apoyar una moción, pero no ocupaba ningún lugar en el ministerio ni manifestaba el menor deseo de mezclarse en política. Si hablaba, era al señor Gisborne a quien solicitaba que escribiese su discurso, cosa que el señor Gisborne hacía con energía y entusiasmo, escuchando en su imaginación las palabras, pronunciadas con su propia y precisa voz. Milord echaba una mirada a las hojas cubiertas de fina escritura y decía:

—Admirable, mi querido Arnold, admirable. Pero no exactamente en mi estilo, ¿no os parece?

Y el señor Gisborne se veía precisado a observar tristemente la cuidada mano de milord tachando sus párrafos más preciados. Milord, consciente de su trastorno, le miraba y decía con su sonrisa encantadora:

—Lo siento por vos, Arnold, creedme. Pero ya sabéis que soy un tipo muy afectado. Los lores se sorprenderían al oírme expresar sentimientos tan enérgicos. No serviría para nada.

—Milord, ¿me es permitido manifestar que os gusta que opinen de vos que sois afectado? —preguntaba el señor Gisborne con severidad atemperada por el respeto.

—Claro que sí, Arnold. Podéis manifestar exactamente lo que os plazca —replicaba amistosamente su señoría.

Pero a pesar del permiso, el señor Gisborne no decía nada más. Hubiera sido una pérdida de tiempo. Milord era capaz de ponerle a uno en su lugar, aunque siempre con ese leve aspecto de diversión en los aburridos ojos grises, y los modales más placenteros. El señor Gisborne se contentaba con soñar en su propio futuro y, mientras, manejaba los asuntos de su patrón con minuciosa aplicación. No podía aprobar la forma de vida del conde, porque era hijo de un deán y había sido educado de forma muy estricta. La preocupación de Milord por esos exuberantes ejemplos de bella femineidad tales como la Fanciola del teatro de la Opera, o una cierta lady Massey, le llenaba de una desaprobación que primero le había vuelto desdeñoso y más tarde —cuando llevaba ya doce meses como secretario de milord— pesaroso.

Al posar por primera vez sus ojos en el conde, no había imaginado que podía llegarle a gustar, o aún a tolerar, este exquisito ocioso y levemente burlón, pero a la postre no había experimentado la menor dificultad en acceder a ambos sentimientos. Al cabo de un mes, había comprendido que —de la misma manera que las chaquetas perfumadas y llenas de encajes escondían una estructura extremadamente poderosa— sus párpados fatigados velaban unos ojos que podían ser tan agudos como el cerebro que había detrás.

Cediendo al encanto de milord, aceptaba sus extravagancias, si no con aprobación, al menos con tolerancia.

La intención del conde de acceder al matrimonio le tomó por sorpresa. No tuvo noción de semejante propósito hasta dos días después de que el conde visitara a lady Winwood en South Street. Entonces, cuando estaba sentado frente a su escritorio en la biblioteca, entró Rule después de un desayuno tardío, y advirtiendo la pluma que tenía en la mano, se quejó:

—Estáis siempre tan condenadamente ocupado, Arnold. ¿Os doy tanto trabajo?

El señor Gisborne se puso de pie.

—No, señor, no el suficiente.

—Sois insaciable, mi querido muchacho. —Observó algunos papeles en poder del señor Gisborne y suspiró—. ¿Qué sucede ahora? —preguntó resignadamente.

Matrimonio de convenienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora