Capítulo X

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Durante varios días después de su encuentro con el vizconde, el señor Drelincourt guardó cama: un inválido macilento e interesante. Como el doctor Parvey le resultaba desagradable, rechazó todas las ofertas que este miembro de la facultad le hizo de acompañarle a su domicilio, y se fue sostenido solo por el fiel pero tembloroso señor Puckleton. Compartieron las sales y no bien llegado a Jermyn Street, el señor Drelincourt fue transportado escaleras arriba a su dormitorio, mientras el señor Puckleton enviaba al ayuda de cámara a requerir los servicios del doctor Hawkins, el medico de moda. El doctor Hawkins miró la herida con la gravedad apropiada, y no solo sangró al señor Drelincourt, sino que le rogó que guardara cama por uno o dos días, volviendo a enviar al ayuda de cámara a Graham, el boticario, en busca de los famosos polvos del doctor James.

Al señor Puckleton le había turbado tanto lo furioso del juego de espada del vizconde y estaba tan agradecido de que no hubiera matado a su amigo, que se inclinaba a considerar al señor Drelincourt como una especie de héroe, y dijo con tanta frecuencia que no comprendía cómo Crosby había sido capaz de desafiar con tanta frialdad al vizconde, que el señor Drelincourt empezó a sentir que efectivamente se había comportado con gran intrepidez. Al igual que el señor Puckleton, se había sentido impresionado por la habilidad demostrada por el vizconde, y por el recurso de hablar de los dos duelos previos de su señoría, llegó a convencerse de que había sido herido por un contrincante experto y endurecido.

Estas agradables reflexiones se truncaron con la aparición del conde de Rule, quien a la mañana siguiente fue a visitar a su afligido pariente.

El señor Drelincourt no tenía el más mínimo deseo de ver a Rule en ese momento y envió un apresurado mensaje diciendo que le era imposible recibir a nadie. Congratulándose por haber actuado con considerable presencia de ánimo, se acomodó contra un montón de almohadas y retomó su estudio del Morning Chronicle. Fue interrumpido por la agradable voz de su primo.

—Siento mucho que estés demasiado enfermo como para recibirme, Crosby —dijo el conde, entrando en el cuarto.

El señor Drelincourt dio un respingo prodigioso y dejó caer el Morning Chronicle. Miró con ojos desorbitados a Rule y dijo entre alarmado e indignado:

—¡Le dije a mi criado que no podía recibir visitas!

—Ya lo sé —replicó el conde, dejando sobre una silla su sombrero y su bastón—. Transmitió tu mensaje con toda corrección. Pero a menos que me sujetaran, no había manera de detenerme, querido Crosby.

—Te aseguro que no comprendo por qué estabas tan ansioso por verme —dijo el señor Drelincourt, preguntándose qué sabría su señoría.

El conde pareció sorprendido.

—¿Pero cómo podría ser de otra manera, Crosby? ¿Mi heredero mal herido y no voy a estar a su lado? ¡Vamos, vamos, querido, no me creerás tan desapegado!

—Eres muy amable, Marcus, pero me encuentro demasiado débil para conversar —dijo el señor Drelincourt.

—Debe haber sido una herida mortal, Crosby —dijo su señoría con simpatía.

—Oh, en lo que se refiere a eso, el doctor Hawkins no cree que se trate de un caso desesperado. Un corte profundo, una monstruosa pérdida de sangre y un poco de fiebre, pero el pulmón está intacto.

—Me alivias, Crosby. Temía tener que organizar tus exequias. ¡Una idea melancólica!

—¡En grado sumo! —dijo el señor Drelincourt, mirándole con rencor.

El conde acercó una silla y se sentó.

—Verás, tuve la buena suerte de encontrar a tu amigo Puckleton —explicó—. El relato que me hizo de tu estado, francamente me alarmó. Mi absurda credulidad, por supuesto. Reflexionando, comprendo que por su descripción del manejo de espada de Pelham, debí haber advertido que es proclive a la exageración.

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