El pico puntiagudo de un ave de carroña se clavaba en su cráneo. Una vez, dos veces, tres, cuatro. Rebuscaba entre las pielecillas ya sueltas, la carne descompuesta, los ojos todavía jugosos. Se recreaba en los sabores de la lujuriosa desgracia que había caído sobre la casa Labarden. Pobres infelices, sepultados en una red de engaños y rencillas, todo ello inspirado en un trono inalcanzable. Ninguno se sentaría en él... No en vida.
Staver había estado cerca. Demasiado, para el gusto de algunos mequetrefes cuyas intrigas se plasmarían en las memorias de aquellos que los vencieran. Logró tocarlo, trazarlo con sus dedos, recorrer la figura duramente tallada en madera y cubierta en oro, metales y piedras preciosas. Lo hizo y no sintió la vibración que descontrolaba a todos los que osaban acercarse. No sentía el tirón de la avaricia, del anhelo intenso por un poder que ningún humano debería poseer.
Quizás por ello ahora era alimento de los cuervos.
Demasiado inocente, tal vez. Su rostro seguía siendo tan puro como cuando era niño, mantenía sus cabellos rubios y los ojos más claros que se hubieran visto en la corte. De un verde azulino, había provocado tanto a mujeres como hombres, sin que él llegara a notarlo. Porque solo tenía ojos para ella. Su hermanita, su universo entero. El sol que iluminaba sus días, el aire que colmaba sus pulmones. Era ella quien se llevaba todo su amor y su deseo.
Puede que no fuera tan inocente después de todo.
Pero la había mantenido apartada de ello. Jamás le había confesado sus sentimientos, aunque solo tomaría un corto análisis para ponerlos al descubierto. Cómo la trataba y cómo la observaba cuando ella no se daba cuenta distaba de una relación de hermanos. Valkyria, sin embargo, no daba señales de corresponderlo. Se mostraba como una chiquilla en ocasiones caprichosa, pero cariñosa por sobre todo lo demás. A fin de cuentas, Staver era el único ser que había reparado en su existencia. Su madre había muerto entre estertores y flemas sanguinolentas que impregnaban mantas y pañuelos de tela por igual. Su padre... Él seguía vivo, técnicamente, mas había muerto con ella.
Quedaban, entonces, ellos dos, sumidos en confabulaciones ajenas que podrían acabar con el reino. Lidiaban con lo que de ellos esperaba el pueblo. Lidiaban con el peso de un apellido con una rica historia, cargada de tragedias y conquistas. Compartían todo ese peso, mientras su padre se marchitaba en un rincón y permitía que las sombras que lo rodeaban se acercaran a sus herederos.
Primero fue Lord Mattheus, ofreciéndose como dichoso prometido de Valkyria. De alguna manera, después de forcejeos verbales y negociaciones infructuosas, la joven se alzó con la victoria y pudo enviarlo a dar vela a otro entierro. Siguió la revuelta de Mackenzie, rápidamente sofocada por los hombres que conformaban el ejército Labarden. Hombres juramentados, algún que otro mercenario convertido en piadoso —pero con las mismas ansias de dinero y sangre corriendo por sus venas—, manos diestras que habían sido entrenadas en el mismísimo castillo en el que residían. Y los Mackenzie habían sido parte de ellos, atados con la fuerza de una promesa que databa de cientos de años atrás.
Si sus hombres de confianza podían traicionarlos, ¿cómo no esperar un golpe de alguien más? Las tierras de Anjah habían sufrido una plaga de guerras y reinados cortos. Familias se levantaban y se volvían a hundir en un puñado de años. Reyes morían en sus baños, reinas fallecían bordando, sus delfines encontraban la muerte en sus propios lechos. La violencia era lo que pincelaba de rojo cada hectárea, cada pasillo, cada pared y recoveco.
Por ello Valkyria se había preparado. Desde pequeña, a pesar de la oposición de su madre y de las habladurías de unos cuantos, había entrenado junto con su hermano. Aprendió las nociones básicas y las perfeccionó al crecer. Desarrolló una especial preferencia por las dagas y los filos cortos, siempre a su alcance y dispuestos a ser escondidos en los más recónditos e insólitos lugares.
¿Pero esa preparación de qué había servido? Staver había muerto. Su padre yacía olvidado en una mazmorra, consumido hasta los huesos por la telluriah. Y ella...
—Mi reina, mi privah. Prometo amarte hasta el fin de los días y recorrer los parajes más oscuros para encontrar una eternidad junto a ti. Nuestros enemigos caerán a nuestros pies, y su sangre correrá por las calles de Anjah para alimentar a la tierra salvaje. Que Imateph y Suriyah nos guíen y protejan, hasta el surgimiento de nuevos dioses. De hoy en adelante. —Su prometido, arrodillado frente a ella, aferró sus manos en un agarre vicioso. Tiró hacia abajo, su mirada perforando su alma. Valkyria se arrodilló junto a él, su cabeza gacha, su rostro oculto por un velo negro.
—De hoy en adelante —respondió, como era costumbre en cada boda, en cada consumación. Ella no tenía votos que pronunciar. Solo debía obedecer a quien se convertiría en su esposo, desde el inicio. Que la muerte la encontrara si llegaba el día en que no lo hiciera.
Ella no lo haría.
—De hoy en adelante, prometo rebelarme —dijo en un murmullo que pronto se alzó entre los convidados, que consistían en unos pocos señores mayores de reinos cercanos, criados y soldados apostados en los costados del salón. Todos Labarden. Todos traidores—. Ante Suriyah y Meriva, mis diosas y guías, ¡prometo destruirte!
Una de sus navajas salió disparada de debajo de la delicada manga de su vestido de novia. Camuflada entre el negro y las ansias de venganza, nadie había notado su presencia. Valkyria había sabido comportarse, jugar el juego. Y, ahora, el mango de su arma predilecta asomaba del cuello de Lord Burnett. Líquido carmesí brotaba a borbotones, pero ella no tenía tiempo de apreciarlo.
Con la imagen de su hermano clavado en una pica grabada a fuego en sus retinas, Valkyria Labarden corrió. Otros dos cuchillos habían hecho aparición, y enfrentó a cada quien que se interpusiera en su camino. Recibió zancadillas, golpes y, finalmente, el ataque de quienes antes respondían por ella y acataban sus órdenes. Habían sido comprados por Burnett padre, quien la perseguía con el ímpetu de un muchacho que no se condecía con su edad.
Sabía que no tenía oportunidad de vencerlos a todos. Tenía la certeza, también, de que no podría escapar. Su fortaleza estaba rodeada y ella solo era una niña.
Una niña.
Apenas había alcanzado los dieciséis años de edad, y ya se sabía muerta. Pero se iría al Privayah envuelta en honor y gloria, por mano propia.
Sus pies apenas tocaban el suelo, el espíritu de su turiyah brillando. Jamás había sentido su poder latir con tanta fuerza dentro de ella, manejando sus músculos, nervios y tendones para realizar los movimientos precisos. Lamentaba haber desatado ese talento en sus instantes finales, con la sangre de un traidor manchando sus ropajes impíos.
Llegó al muro del oeste, donde el sol arañaba las piedras en un ocaso sepulcral. Arrancó su velo de un brusco tirón y alzó su rostro, mirando al cielo. Tragó restos de lágrimas y bilis y, muy a su pesar, dirigió su mirada hacia las picas que decoraban la muralla.
—Hermano mío... Prometo amarte hasta el fin de los días y recorrer los parajes más oscuros para encontrar una eternidad junto a ti. De hoy en adelante.
Los soldados, todavía luchando para abrirse paso entre los hierbajos y los restos de hielo que había dejado la última nevada, no llegaron a atraparla y ejecutar su adiós.
Solo el cuervo fue testigo de su unión.
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La llamada de los veintitrés
NouvellesVeintitrés días. Veintitrés géneros. Veintitrés historias. Este compilado de relatos variados fue creado especialmente para el reto de @HenarTejon.