Cierras los ojos y suspiras profuso para poder concentrarte. Pese a que en el exterior, el día se muestra soleado y radiante, estás sumido en la penumbra, y a través de tus párpados, sientes las motas de luz, translúcidas, que se cuelan por los resquicios de las cortinas. Tratas de no pensar en nada y te centras en el sonido del exterior: reconoces el ladrido de un perro y las risas de unos niños. Crujes los huesos de tu cuello con un seco cabeceo.
«Me comería un helado», piensas dibujando una sonrisa. «Mierda, Klaus, ¿por qué no te puedes concentrar?», te recriminas a ti mismo y sueltas un largo resoplido.
Al final, decides abandonar y abres los ojos. Ante ti, te encuentras a un señor mayor, y del susto te echas para atrás muy deprisa; terminas tirado de espaldas en el suelo, boquiabierto y con la mano en tu pecho.
—Buenas tardes —te dice con una inmaculada sonrisa—. Siento haberlo asustado. Es usted Klaus, ¿verdad?
No eres capaz de reaccionar y te quedas paralizado. El desconocido, que está de cuclillas ante ti, decide sentarse del todo, con las piernas cruzadas: la misma postura que tenías hace diez segundos.
—¿Quién demonios eres tú? —Te incorporas y lo miras con los ojos entrecerrados.
—¿No sabe quién soy? —te cuestiona con un ligero ademán.
—¿Es broma? —pregunta Ben.
Tu hermano, que desde que murió te acompaña siempre, interviene, pero lo ignoras, y te fijas en el rostro de aquel desconocido: deduces que tendrá unos sesenta años por los surcos en su piel. Tiene las cejas negras y pobladas, igual que su cabello, que descansa lacio, con la raya al lado. Niegas con la cabeza.
—¿Le suena Cosmos? —te pregunta esperanzado—. ¿El programa de televisión?
—¿En serio no sabes quién es? —dice Ben, pero lo ignoras de nuevo.
—¡Claro! ¡Eres Neil deGrasse Tyson! —Te mira con el entrecejo arrugado—. Lo siento, creía que eras negro. Y que estabas vivo.
—Oh, conocí a Neil, es un buen chico —te dice con una sonrisa ladeada—. En realidad, soy Carl Sagan.
—Oh, claro —mientes lo más convincente que puedes. Te rascas la cabeza con fuerza y sacas un cigarro del bolsillo trasero—. ¿Y qué haces aquí, Carl Sagan?
—Necesito su ayuda. Su padre me insistió en que recurriera a usted, debido a sus habilidades.
—Ni loco —le dices, hurgando en tu bolsillo hasta encontrar el mechero—. No quiero saber nada de mi padre.
—Es algo muy importante. —Te enciendes el cigarrillo—. Debe ayudarme, sino será el fin de la armónica sociedad en la que vive.
—¡¿Armónica?! Tío, —Te acercas a él y pones un tono agudo—. La sociedad está en la mierda.
—No lo entiende. —Carl cierra los ojos y toma aire—. Se trata de un secreto que la humanidad no debe conocer.
Asientes reiteradamente, das una calada y sueltas el humo con calma: no tienes muy claro qué hacer.
—Deberías escucharle —te dice tu hermano que está apoyado en la pared.
Lo miras de reojo y al final, con un ligero ademán, le pides a Carl que continúe. No tienes nada mejor que hacer esa mañana y realmente buscas eso, poder comunicarte con algún muerto para poder fortalecerte. Además, te mueres de ganas de estar bajo los efectos de cualquier sustancia. «Lo que sea con tal de distraerme».
—¿Sabe qué participé en el proyecto SETI? —te pregunta con un tono paternal, como si fuese a enseñarte a atarte los zapatos. Niegas con la cabeza—. Pretendíamos comunicarnos con seres de otro planeta.
—¿Extraterrestres? —dices con los ojos en blanco—. Lo que faltaba.
—No puede imaginarse quién responderá —dice, y se queda callado, esperando una interacción de tu parte. Tú sólo te encoges de hombros—. Nosotros —dice Carl, lento y emocionado.
—¿Qué? —preguntáis tú y Ben al mismo tiempo.
—Nosotros somos, de alguna manera, los seres del otro planeta —continúa Carl—. El disco de oro de las Voyager, que enviamos hace ya cuarenta y dos años, volverá a la tierra de aquí a un mes, algo que debería ser imposible. Klaus, necesito que lo intercepte.
Sostienes el cigarro con tus labios y te acomodas para atrás, con las manos apoyadas en el suelo. No te gusta el tacto de la alfombra pero no te mueves y lo miras largo y tendido, intentando asimilar una información que ni entiendes, ni te interesa en absoluto.
Carl te explica que en el año 1977 enviaron mensajes codificados al espacio exterior, con la esperanza de poder recibir alguna respuesta de algún ser de otro planeta, y que alguien del otro lado decidió contestar, supuestamente, los mismos humanos.
—Cuando uno muere —dice Carl entrecomillando—, y es capaz de alcanzar el Nirvana, llega a un estado dónde puede acceder a todo el conocimiento, porque ya lo tenemos. ¿No lo entiende? Somos seres superiores que proyectamos vidas a través de los pliegues del espacio-tiempo.
Cada vez estás más confundido, pero el tema continúa siendo aburrido para ti. Aún así, el señor te inspira confianza y decides darle una oportunidad.
—Está bien —dices, y asientes sin parar—. Entonces, ¿lo único que tengo que hacer es coger ese extraño disco dorado y esconderlo?
—Destruirlo sería lo más sensato —te dice mesando su barbilla rasurada—. He podido ver el futuro, y si la sociedad se entera, la peor faceta de la humanidad emergerá y provocará una gran guerra. Una como la que no hemos visto nunca.
—¿No exageras? —le cuestionas dando la última calada y apagando la tacha en un cenicero—. Es decir, ¿no es solo un disco dorado?
—Si el ser humano descubre la verdad, que no es que Dios no exista, es que nosotros mismos somos dioses. ¿Qué cree qué pasará? No hay bien ni mal. Podemos morir, pero nunca moriremos. Somos seres eternos, pero para poder encontrar el camino de la paz, nuestras vidas proyectadas deben tratar de respetarse las unas a las otras.
—¿Soy un Dios? —preguntas y miras de reojo a Ben, que niega con la cabeza—. Es algo que sospechaba, la verdad —comentas haciendo caso omiso.
—No es que usted sea un Dios, es que somos la proyección de... —Ladeas la cabeza ante las palabras de Carl Sagan—. No importa. Sí, se podría decir que es un Dios y por eso necesito que me ayude a ocultar esta verdad. Todavía no están listos para ser conocedores de tal descubrimiento.
Te pones de pie y Carl te imita. Te pasas la palma de la mano por tu pecho desnudo y traqueteas la piernas contra el suelo.
—No lo sé... me caes bien y eso, ¿pero no crees que la humanidad tiene derecho a saberlo?
—Sería una catástrofe —dice Carl cruzando sus manos delante—. Confíe en mí.
—No sé, apenas te conozco —dices haciendo un mohín—. ¿Y si eres un mentiroso?
—No hay nada que pueda hacer para mostrarle que digo la verdad —dice Carl mientras da un paso al frente—. Pero si puedo hacer que me conozca un poco mejor.
—El cosmos es todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que alguna vez será —dice el Carl Sagan de la televisión—. Nuestras más ligeras contemplaciones del cosmos nos hacen estremecer: sentimos como una especie de cosquilleo, nos llena los nervios, nos deja una voz muda, una ligera sensación... como un recuerdo lejano o como si cayéramos desde una gran altura. Sabemos que nos aproximamos al más grande de los misterios.
Las letras del final aparecen encima de un fondo negro. Sueltas en suspiro y aprietas con más fuerza el cojín contra tu pecho. Acabas de ver una temporada entera de Cosmos presentado por Carl Sagan, con Carl Sagan sentado a tu lado en el sofá. Te sientes bien, alucinado por todo lo que has visto y aprendido. Te giras y miras a tu nueva persona preferida. Y como un corderito degollado, le sonríes y le preguntas:
—¿Cuál es el plan?
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Klaus y el disco de oro
FanfictionEres Klaus Hargreeves, número cuatro de la academia Umbrella, capaz de invocar espíritus y hablar con ellos. En una sesión de meditación, recibes la visita de un famoso astrofísico y astrónomo, uno de los máximos divulgadores científicos del siglo X...