Un compañero insoportable

40 16 12
                                    


—Hay que hacer algo, así que empecemos por una lista de compras.

—Leche, para el café.

—Sin lactosa. Soy alérgico.

—Café.

—Sin cafeína. No me deja dormir.

—¡Dejá! Entonces mejor compramos yerba para el mate y nos arreglamos. Es mas barato.

—No. Yo no tomo mate.

—¿Y por qué no?—Letizia perdía la paciencia.

—Es que me da acidez.

—Lo tomamos amargo y listo ¡Se terminó!

—Bueno, está bien. Pero una yerba suave y estacionada.  Si no me ataca al hígado.

—¡Basta! ¿Podrías callarte un poco?

De no ser porque estaba en juego su trabajo, Letizia hubiera dado un portazo en plena cara de ese inepto que tenía en frente. Era francamente insoportable ¡Si hasta ella sentía ganas de dejarlo por otra mujer!

Del otro lado, en las casas de la gente, el interés ganaba terreno. La cámara había quedado fija en la discusión que, de tan estúpida, llamaba la atención y hasta en los bares de paso la curiosidad los mantenía atentos.

—¡Iris! —Llamó la peluquera a la mamá de Letizia, quien regaba las flores—¿No es tu hija, la que está en televisión? Yo creía que trabajaba atrás de las cámaras, ¿por qué no te fijás ?,así me lo confirmás, acá estamos apostando con las clientas.

Doña Iris dejó el teléfono y, con su carrera de tranco corto, llegó hasta el comedor y encendió el televisor. Menudo susto se llevó al comprobar que efectivamente era su hija la que hacía una lista de compras en la pantalla, al lado de un tipo medio salame con cara de nada. 

—¡Viejo! ¡Viejo! ¡Dejá lo que estás haciendo y vení!

Ramón tomó lugar en el sofá junto a su esposa y mirándose  consternados, fueron dos espectadores más, del show que montaba su hija frente a millones de personas.

—Se le da bien la cámara—opinó su padre por todo comentario.

El tiempo pasaba y la lista de compras no había crecido mucho, ya que cada artículo propuesto era descalificado, por representar un trastorno con ribetes de peligro mortal en la salud de su compañero.

—Detergente...hipoalergénico...con glicerina...tengo la piel delicada.

—Eso quiere decir que vos lavás los platos entonces.

—Sí. Porque no estoy seguro de que los laves bien.

—Estás en lo cierto. Nunca los lavo. Se los doy al gato para que los chupe.

—¡Qué asco! Soy alérgico al pelo de gato.

—¡No! ...¡Qué raro! ¿Hay alguna cosa que no te de alergia!

—No se. Mi novia me compraba el jabón de tocador. Los que tienen perfume me irritan la piel.

Letizia ya no sabía que hacer. Este hombre era un martirio y apenas comenzaba la jornada.

—¡Apurá el trámite, que la lancha almacén pasa hoy al medio día!  Si no, estamos fritos, hacen dos viajes por semana. Aunque no creo que tengan algo de lo que vos querés. Pienso que habrá que encargar para el próximo viaje. Igual revisá si la garrafa tiene carga.

—¿Y cómo hago?

—Abrí la llave y encendé la cocina. Si no prende, es que no hay gas y tenemos que dejar una garrafa.

—Yo no sé como se coloca.

—Yo tampoco, pero supongo que vendrá con un manual. No podremos googlearlo, desafortunadamente. Veremos, no creo que sea muy complicado.

Como ella lo supuso, la garrafa estaba vacía por completo.

—Tengo hambre.

—Ya lo dijiste.

—¡Y me pican los mosquitos!

—¡Eso! No hay que olvidarse del repelente para cuando estemos afuera. Acá por suerte hay mosquitero.

—Sí, por que yo...

—¡Sos alérgico a las picaduras!

—Eso.

De todos los hombres posibles, encontrarse frente a este ponía a prueba el carácter de cualquiera. La chica contempló, tristemente, la escuálida lista de víveres que él no había rechazado, cuando el ruido del agua empujada por la lancha y el de la campanilla anunciando la llegada de la lancha almacén irrumpieron en el espacio de su momentaneo domicilio.

—¡Dale! Vamos, sacá la garrafa que yo llamo la lancha.

—No puedo, no sé...

—Bueno, llamá vos que yo intento.

—El regulador en el que finalizaba el prolongador de gas, estaba muy embutido en el cuello y al intentar sacarlo, se partió dejando un trozo en la boca de la garrafa y el resto en las manos de Letizia, quién salió corriendo para explicar el problema al lanchero.

—Ah , sí ... turistas—masculló el hombre y le proveyó de los artículos para poner en funcionamiento la cocina, por una suma tres veces superior al valor real.

—Pero, es demasiado caro para una pieza elemental.

—Sí, pero si no la tienen, no hay cocina—rio, triunfante, el estafador.

Era inútil protestar ante la realidad, entonces aprovecharon para que le explique la forma de colocar y usar ese artefacto obsoleto.

—Yo les digo.

—Y si lo hace usted ¿Cuánto nos cobra?

—No puedo dejar la lancha, pero por una módica suma les doy asesoramiento técnico.

Este tipo era un oportunista y si el resto de los compañeros del reality eran parecidos a ellos, ese día se alzaría con unos buenos pesos extra.

Las compras se redujeron a algo de fruta, agua mineral, galletas, algunas latas de patés, picadillos y una caja de fósforos. El repelente tenía precio de artículo suntuario, pero, sin él, era imposible caminar en el exterior. La mayoría de los isleros, conociendo los manejos, prefería hacer las compras cada 15 días en el centro del partido, para lo cual debían  contar con bote, canoa o cualquier otra cosa que se traslade por el agua. Las casa, como la mayoría, contaba con patio donde podría cultivarse algo o criar animales, teniendo la precaución de hacerlo sobre pilotes, del mismo modo que estaba hecha la casa, a la espera de las frecuentes crecidas del río.

El lanchero se retiró, satisfecho, y con el pedido de leche deslactosada, tofu, café descafeinado, faltaba pedir agua... sin agua.

—Ahora, a colocar la garrafa.

Primero había que retirar los restos del prolongador que pendían de la salida de la cocina.

—Listo.

—El regulador, en la garrafa.

—Listo.

—Ya está. Ahora la prueba de fuego. Pasame un fósforo.

Encendió la hornalla, ¡Pero también el resto de la cocina! Una gran llama, salía del espacio en los que se posaban los quemadores.

—¡Cerrá la garrafa, rápido!

En unos minutos el fuego se extinguió, pero ninguno de los dos entendía lo que habían hecho mal, hasta que revisaron la bolsa que les dejó el lanchero.

—¿Y esta cinta para qué era?

—¡Teflón!

Habían olvidado colocarlo en las juntas y el gas se colaba por las uniones, convirtiendo el artefacto en una bomba, que podría terminar de un plumazo con todas sus preocupaciones.

¡A empezar de nuevo!


El amor no estaba en los planesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora