Capítulo 76

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Eri ha estado tan emocionada con Kumo que el resto del día ha estado corriendo y saltando por toda la casa, jugando con su nueva amiga. Por eso no es de extrañar que ahora, aún siendo tan temprano, se encuentre totalmente dormida en el sofá mientras que el can se halla sentada en el suelo, mirando a los adultos y a la menor de manera consecutiva.

—Será mejor que la llevemos a la cama— comenta el rubio y el morocho asiente de acuerdo.

Mirio carga a la pequeña entre sus brazos cual princesa, esperando que ella no se despierte por el movimiento. Después se dirigen a la habitación de Eri en donde el rubio y Amajiki se apoyan para colocarle la pijama. La menor tiene el sueño pesado y ni siquiera se inmuta. Finalmente, la acomodan bajo las mantas suaves de su cama y suben a Kumo para que descanse con ella; la niña inmediatamente se abraza al animal esponjoso y gracias a todo lo bueno que éste se deja apapachar. Así, la pareja se retira del cuarto no sin antes cerrar las persianas.

—Me alegra que le haya gustado— comenta Togata, caminando por el pasillo y adentrándose a su propia habitación para tumbarse en su cama.

—Espero que ahora estés más tranquilo— le dice Amajiki, recargandose en el marco de la puerta y viendo que el rubio parece una estrella de mar sobre el colchón.

—Algo. Al menos sé que no se quedará sola en la casa por cualquier emergencia que tengamos en el trabajo. Solo habrá que entrenar bien a Kumo— y el mayor acomoda sus brazos bajo la cabeza para alcanzar a mirar con sus ojos azules al contrario—. Pero viendo que es muy linda y que te hace caso en todo, no creo que exista algún problema.

Tamaki no dice nada y se limita a asentir. Ahora no solo tiene que cuidar de Eri, sino que del perro también. ¿En qué momento ha envejecido tanto? Santo Cielo, que sólo tiene veinte años. Sus dedos comienzan a jugar, de manera inconsciente, con su oscuro flequillo en un intento de aplacar la crisis de los cuarenta que le ha llegado dos décadas adelantada. Un sonidito proviniente de su novio le hace parar y sus ojos oscuros se fijan en él; Mirio ahora extiende ambos brazos hacia el pelinegro, como si fuese un infante pidiendo atención, y éste demora un completo segundo en entender lo que el otro desea.

Arrastrando los pies por el piso de madera, Amajiki llega al pie de la cama y procede a treparse en ella, junto al ojiazul que no se conforma con solo tenerlo a su lado. Es por eso que los brazos robustos de Togata sujetan al menor por su menudo cuerpo y, con suma facilidad, lo recuesta sobre su ancho ser, quedando sus caras una frente a la otra y sus ojos encontrándose irremediablemente. Ante la sonrisa deslumbrante de Mirio, el morocho baja su mirada oscura a sus propias manos que descansan sobre el pecho del otro y sus mejillas se colorean de rojo. El rubio ríe suavemente ante la adorable reacción de su pareja, comenzando a tamborilear sus dedos en la espalda de ésta como para distraerse y enredando sus piernas con las del otro.

—Gracias.

Tamaki no entiende qué quiere decir el mayor con tan solo esa palabra, y le mira con ojos curiosos y tímidos.

—¿Por qué? — pregunta el más bajo, susurrando y tonteando con la tela verde que cubre el torso del adverso.

El rubio finge pensar la respuesta un rato, divagando su mirada clara por el lugar antes de volverse a clavar en los ojos del azabache, y encogiéndose de hombros sin darle mucha importancia a lo que dirá.

—Por existir.

Amajiki está colorado hasta las orejas y su frente descansa contra el dorso de sus manos, avergonzado, sintiendo que Togata lo rodea en un abrazo y a penas si le da un apretón pequeño a la par que suelta un suspiro de total satisfacción. Luego de unos segundos, el morocho se acomoda en una mejor posición, ahora descansando su mejilla contra el hombro del rubio, escondiendo su cara en la curvatura de su cuello y posando sus brazos alrededor de su abdomen.

Sentimientos por la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora