I
¿Quién iba a pensar que un cerebro de elefante, dos cerebros de vaca, un cerebro de caballo, y media docena de cerebros de pollo me iban a permitir volver a hablar con el abuelo?...
Aquella tarde me encontró arrastrando al pobre viejo en un maletín, por aquella avenida, la misma avenida por donde él había caminado durante tantos años. No pude evitar preguntarme si alguna vez en el futuro le darían a aquella avenida el nombre de mi abuelo, así como la gente de Konigsberg había hecho con Kant tantos y tantos años atrás; después de todo, ¿Por qué aquella avenida era llamada Moran? ¿Quién fue Moran?
Pero no me engañaba, los venezolanos nunca habían sido muy dados a la filosofía y el único chance que alguna vez tuvo el viejo de alcanzar la inmortalidad estaban en los cerebros de los animales que llevaba en aquellas maletas.
Toque a la puerta y esperé a que me abrieran, Eduardo, mi gran amigo, se asomó brevemente por la ventana del frente (vivimos en Venezuela, tenemos que ser desconfiados ¿no?) abrió la puerta y me ayudó con las maletas.
- ¿Trajiste todo lo que te pedí?
- Incluyendo las células madre del viejo…
- ¿Tenía guardadas células madre el maldito?
- ¿Puedes creerlo?
- Un hombre adelantado a su época, cuando me dijiste que podías obtenerlas no te creí, un tipo de su edad, pensar en esa clase de cosas…
- Era un filósofo, un hombre del renacimiento viviendo entre nosotros…
- Entré salvajes - me dijo con sorna pero no sin razón.
- Salvajes… -susurré un poco triste- dejar que un genio como el muriera de esta manera…
- ¿Tienes el cerebro allí? – Preguntó Eduardo yendo al punto.
Puse el maletín sobre una de las mesas del laboratorio y lo abrí con cuidado, en su interior se encontraba el cerebro de mi abuelo, Javier Robledo, uno de los filósofos más reconocidos durante la primera mitad del siglo XXI, un sujeto que dio brillo a la filosofía venezolana, y otro de los desgraciados que había sido víctima del Alzheimer…
El cerebro estaba congelado en una solución que reemplazaba la sangre y no se expandía al igual que el agua al congelarse, permitiendo así una casi perfecta preservación de las células.
Lo saqué de la pequeña cava con hielo seco en que lo llevaba y lo introduje en un pequeño congelador que Eduardo tenía para tal menester.
- Tenemos que trabajar rápido – le dije - los cerebros de los animales no están en tan buen estado, los compré esta mañana.
- Aguantarán – respondió Eduardo poniendo a punto su instrumental y conectando el congelador en donde estaba el cerebro del abuelo a su maquinaria – puedes ir adelantando si quieres, toma los cerebros más pequeños, los de los pollos, el caballo y la vaca, y límpialos con una solución de retrovirus; queremos que eliminen cualquier traza de ADN que haya en las neuronas – me señaló el frasco con la solución mientras continuaba afanándose con las mangueras los cables, las tripas y demás aparataje - no queremos que las memorias de esos animales se mezclen con la de tu abuelo ¿o sí?
- Y… ¿el cerebro del elefante? ¿No lo limpio también? ¿Vamos a dejar que las memorias del viejo se mezclen con las del elefante?
- Aunque no lo creas estoy casi seguro que vamos a necesitar algunos de los recuerdos del elefante, si el Alzheimer de tu abuelo fue tan severo como imagino, vamos a tener que hacer una mezcla muy particular y tú no tienes la experiencia para saber que limpiar y que dejar.