Domingo, el sonido del reloj martillea mi cabeza, reina sobre el silencio. Un silencio que me amartilla más que el molesto tic-tac de éste, un silencio que me recuerda todo lo que fue y ya no volverá, todo lo que perdí y amé. Solía pensar que no conocía el miedo, podría saltar desde dos mil pies de alturas y seguir riendo mientras caigo, podría enfrentar a un ejercito de cientos de arañas y continuar con mi cabeza en alto, encarando una por una. Pero entonces conocí el temor, usó la forma de una persona, de la más bella y carismática. Me acostumbré a la calidez que irradiaba al estar en la misma cama, a sus pequeños besos y sus inesperados abrazos, a sus enfados, llantos y risas, me acostumbré a ella, a mi querida esposa pero eso ya pasó. Aún así le sigo cantando cada noche y abrazando cada tormenta, continúo tocando su canción favorita en ese viejo piano pero no es lo mismo sin el sonido de su violín o sin su risa nerviosa. Sé que mañana volveré a verla, cada semana lo hago, fue una promesa. No puedo dormir mientras ella no está, robó todo mi sueño y se lo quedó para ella. Quizás esta vez, en lugar de llevar flores lleve una melodía.