Pablo
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Desde hacía tiempo me sentía asfixiada por aquella asquerosa sensación de monotonía. Con los ojos húmedos y un nudo frío y apretado en el estómago, clavé la mirada en el mural que tenía enfrente: un collage de fotografías llenas de personalidad chocaban entre sí colgadas en aquella pared. El pasado y el presente se mezclaban: los recuerdos de la infancia en mi adorada isla, amigos, lugares, rincones especiales, cada uno de ellos con su historia. ¡Cinco años de historia! Quizás para muchos no fueran nada, pero para mí se habían convertido en una eternidad. Aspiré profundamente, y comencé a pasear por la habitación; de algún modo extraño aquellos bajones de ánimo me llenaban de rabia, provocando que me sintiera atrapada en un mundo al que no pertenecía.
Con paso firme fui directa a la gramola y metí un vinilo de los Beatles. Sonaba «And I Love Her». La melodía me trajo recuerdos del día que dejé Menorca para venir a Barcelona a estudiar fotografía. Acababa de cumplir dieciocho años; creía en las maravillosas oportunidades que me podría ofrecer esta ciudad tan cosmopolita, libre, variopinta, sugerente; sentía que mi futuro como fotógrafa me aguardaba en esta bella ciudad. Pero estaba equivocada. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto? La triste realidad era que sobrevivía a base de ofertas temporales que nada tenían que ver con mis aspiraciones.
En aquellos momentos de angustia me dedicaba a hurgar en mi colección de álbumes, recreándome con esos detalles que logran inmortalizar las fotografías dándoles vida propia.
Aquel había sido mi sueño desde el instante en el que mi padre me regalara mi primera Polaroid a los nueve años. Todas aquellas imágenes capturadas por el objetivo de mi cámara se habían convertido en una extensión de mi propio ser. Cuando todo lo veía negro y me sentía incomprendida, la cámara era mi aliada: juntas lográbamos atrapar el alma que cada fotografía necesita para hacer vibrar a quien la contempla.
No obstante, la inseguridad era mi peor enemiga. Nunca me atreví a mostrarle a nadie cómo veía el mundo a través del objetivo. Mi carácter indeciso, mezclado con miedos absurdos, había hecho que el tiempo transcurriera sin sentido alguno.
Una sensación de vacío me invadía: vivía atormentada y sentía rabia hacia mí misma por todo lo que me perdía, siempre dudando entre hacer esto o lo otro, terminando por no hacer nada. Estaba cansada de permitir que la incertidumbre gobernara mi vida. Y aquella noche, como muchas otras, envuelta por la música, las fotografías y el cansancio, acabé quedándome dormida.
El despertador sonó a las siete. Por fin iba a despedirme de mi trabajo en la tienda de juguetes. Estaba decidida, mi vida tomaría otro rumbo. Al principio pensé que iba a ser un trabajo agradable; los juguetes siempre son el resultado de una sonrisa. Pero erré. Mi jefe resultó ser un miserable, maniático, obseso del dinero por encima de cualquier satisfacción personal. El entusiasmo y la ilusión de los niños ni siquiera ocupaban un segundo plano; para él, aquello no existía. Era un capullo. Su avaricia también mató mi ilusión. Aunque, la verdad, me había servido para poder pagar el alquiler y subsistir. Pero había llegado el gran día: ¡otro empleo me esperaba!
De camino al trabajo soplaba un viento huracanado (mi padre creía que el viento era una especie de predicador: siempre que se agitaba con fuerza traía noticias; no se sabía si buenas o malas, pero algo anunciaba). Como cada mañana, la gente se dirigía a su rutina, robots programados para cumplir sus objetivos de forma eficiente. Caminaban con gran dificultad. Parecía que iban a salir volando en cualquier momento. En varias ocasiones tuve que refugiarme en portales si no quería que el vendaval me arrastrara como a una pelusa de algodón.