Final 1: "Vidrios empañados"

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Se encontró frente a la camilla desocupada, un nudo de la garganta estorbaba intermitente con sus palabras. Tropezaba con su angustia. Agoreros ojos, fuente de melancolía.

La dama vestida de blanco entró a la sala, y se dirigió al altar. Ambos estaban de blanco. Resonó el "Sí" con la felicidad presente en ambas voces, y él se quedó observándola. Entrelazó sus manos, y la miró a los ojos, que ahora ya no estaban ocultos por el inmaculado velo adornado con delicadas flores e hilos dorados. No llevaba un ramo, porque absurda le parecía la idea de no poder tomar las manos de su marido.

Sus alas de suaves plumas blancas se extendieron, y él aferró más sus pequeñas manos.

Y se echó a volar, desplegando sobre las nubes los lentos pasos de vals. Bailaron y bailaron, sin despegar la vista el uno del otro.

Despertó. La misma sala con olor a desinfectante que invadía su nariz, la misma silla de plástico azul en la que se había sentado. La misma camilla de blancas sabanas. Apenas se incorporó, sintió unas punzadas en la nuca, debido a la mala posición en la que se había dormido. Se sobó con las manos la zona afectada, e inclinó su cabeza a los costados, estirándose.

La dama vestida de blanco entró a la sala, y se dirigió a la joven.

– Disculpe, pero no puede estar aquí.

Angustiada, tragó fuerte y la miró asustada. – ¿Cómo?

– El paciente salió del quirófano, y debemos trasladarlo a esta camilla para que descanse.

Sintió toda esa presión desvanecerse, y para cuando quiso preguntar el estado de su amado, ya estaba fuera de la habitación, porque la habían ordenado que por favor espere en la sala.

Decidió sentarse, acatando las órdenes. Bastaron unos minutos, y percibió cómo las ruedas de la camilla se deslizaban por el infinito y sorprendentemente silencioso pasillo. Entusiasmada por verlo despierto, se levantó dejando sus pertenencias sobre el banco.

– ¿Cómo está él? – preguntó, llamando la atención y deteniendo al doctor. – Yo seré su esposa. –aclaró con la sonrisa en la cara.

– Estará bien.

– ¿Puedo verlo?

– Debe descansar. Vuelva en unas horas, y seguramente lo encontrará despierto.

– Lo esperaré.

Pasó la madrugada allí, pero a diferencia de cuando llegó, ahora se sentía contenta. Contenta de que todo saldrá bien. Luego de un par de horas le permitieron el acceso, y sintió como todo ese blanco y tétrico ambiente había cambiado a uno más cálido y hogareño, a pesar de ser el mismo sitio. Se acercó a las ventanas, e intentó observar a través de ellas. Divisó como la nieve caía lenta y pura sobre las plantas del patio al que daba la habitación. Se dificultó un poco el apreciar todo ese paisaje que daba comienzo a una nueva estación, porque los vidrios se hallaban empañados por ese gélido clima.

– Frío... – Sintió una dulce voz detrás suyo. Volteó y los ojos se le humedecieron de felicidad, y con pasos apresurados se acercó a la camilla. Colocó un mechón de su marrón cabello por atrás de su oreja, ampliando así su campo de visión. Le prestó toda la atención del mundo, e hizo gestos para que volviera a repetir lo que antes había dicho, porque no lo había procesado al estar desprevenida. – Cúbreme con la manta, por favor. – Miró los entrecerrados ojos de su pareja, y luego dirigió su despierta mirada al borde de la camilla. Allí encontró una manta más gruesa, doblada prolijamente sobre los ya cubiertos pies de su amado. Se paró, y la tomó con ambas manos, estirándola hasta casi llegar a tapar su rostro.

– ¿Mejor?

– Si tú estás aquí, todo es mejor.

Con el dorso de su mano apartó los mechones despeinados de cabello castaño que molestaban en su cara, y luego acarició con las yemas de sus dedos desde la frente hasta las mejillas, haciendo que él sonría.

El muchacho cerró los ojos, y se sumió en un profundo sueño. Los pitidos de la máquina confirmaban que estaba vivo, por lo cual se despreocupó y decidió salir de la sala, permitiéndole recuperarse.

Al cabo de unos días internado, y luego de numerosos chequeos los médicos le dieron el alta. Le permitieron volver al trabajo, siempre y cuando evitara situaciones de riesgo. Ella se lo restringió, y le hizo jurar con lágrimas en los ojos y por el amor que se tenían mutuamente, que no vuelva a la comisaría. Si él renunciaba, ella también lo haría.

El gran día se presentó con campanadas jubilosas, y con el amor naciendo de ambos seres, que se ataron por el resto de sus vidas, y hasta que la muerte intentara separarlos de nuevo.

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