Parte Única

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Mary Watson era una mujer muy feliz y nadie podía negarlo. Estaba casada con un médico quien no sólo la trataba como reina, sino que también le daba una vida estable que si bien no estaba llena de lujos, podría desperdiciar uno que otro chelín y no se vería afectada.

Mary Watson amaba mucho a su marido, el buen John Watson. Le encantaba llevarle el desayuno a la cama los domingos y hacerle masajes a sus hombros cada noche de jueves—sus días más ocupados en el consultorio—. Le gustaba sentarse con él cada tarde a hablar sobre varios temas, y mucho más cuando terminaban haciendo el amor.

Mary Watson adoraba mucho a su marido. Tanto que no ponía quejas al momento de verlo partir hacia una nueva aventura con su amigo de toda la vida, el honorable Sherlock Holmes, o cuando se quedaba toda la noche transcribiéndola. Era usual que al menos una vez al mes lo visitara, o que él fuera a la casa. Siempre había una maleta hecha cerca de la puerta en espera a que viniera algún caso fuera de la ciudad.

Mary Watson estaba acostumbrada a que su marido pasara semanas fuera de la ciudad, pero aún le preocupaba. Muy pocas veces le enviaba alguna carta o telegrama avisándole sobre su estado. Sólo sabía de John cuando regresaba a casa.

Mary Watson estaba un poco harta de las partidas de su marido, pero no veía el punto de quejarse—ni tampoco quería enfrentarlo molesto—. Él se divertía resolviendo misterios con Holmes. Ella no podía separarlos pues eran como uña y mugre; siempre había un poco de Holmes en John, y un poco de John en Holmes. Sería una villana si buscaba detener sus encuentros y ella sólo quería seguir viviendo en paz.

Mary Watson, sin embargo, se aburría demasiado en casa cuando su marido no estaba. Ella pasó de ser una criada a tenerlas y, aunque no deseaba volver a esa vida de callos y ampollas, añoraba saber en qué ocupar el tiempo. Coser ya no era entretenido, y mucho menos bordar o tejer. Leer los libros de la biblioteca de su marido solo la aburrían todavía más, los paseos por los jardines siempre terminaban monótonos y todas sus amigas estaban ocupadas en la crianza de sus hijos.

Mary Watson quería un hijo más que nada en el mundo, pero nunca lo lograba. Su marido siempre decía que estaba cansado, o que todavía era muy pronto para tener a un hijo—cosa que le enfadaba ya que llevaban tres años de matrimonio—, y cuando lograba persuadirlo, no resultaba.

Mary Watson quería traer al mundo a un bebé con los ojos de su marido y sus manos. Quería criar a un niño (o niña) y enseñarle los valores en esta vida. Quería verlo crecer y seguir los pasos de su marido en la medicina— no en la guerra, definitivamente no quería perderlo en batalla—. Quería enseñarle a una pequeña cómo cepillarse su cabello, y cómo comportarse en una mesa. Quería besar rodillas lastimadas y abotonar sus camisas, aún teniendo a una criada que podría hacerlo.

Mary Watson deseaba un hijo, pero su marido decía que no, y su deber era obedecerlo.

Mary Watson se encontraba caminando por su casa—no era hogar sin John—mientras pensaba en eso. No pudo evitar quedarse parada viendo la puerta cerrada de la oficina de su marido. El buen John no dejaba que nadie entrara en esa habitación sin su consentimiento, ni siquiera para limpiar.

Mary Watson conocía esa oficina, puesto que había entrado un par de veces mientras él estaba dentro, y también el objetivo de ella. Ahí organizaba tanto los papeles e informes de sus pacientes, como escribía los famosos relatos del detective Holmes. El lado positivo de sus tan seguidas salidas era que cuando las escribía y las publicaba, atraía a más pacientes y eso significaban más ganancias. Podría comprarse más vestidos y algunas flores.

Mary Watson se dio cuenta que lo único que quería era que su marido le dijera «te amo» otra vez, y eso no se podía comprar.

Mary Watson seguía mirando a la puerta cuando comenzó a escuchar de lejos el cuchicheo de sus dos criadas, Eliza Bart y Laura Thompson. Eliza era una mujer un tanto mayor, tenía unos 35 años, mientras que Laura apenas tenía 19 años. La mayor ya llevaba unos cuantos años trabajando para los Watson, en cambio la otra tenía sólo unos pocos meses ahí. Se acercó a la puerta de la sala de estar en la que se encontraba para poder escuchar mejor.

Hombre PecadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora