El Segundo Invierno

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Era un invierno crudo. El segundo más frío de todos los tiempos. En aquel invierno, el frío era tal que se decía que el mismo tiempo se había congelado. Deambulaba Eclipse por aquella fría y eterna noche, cuando se percató de que su caminar, aparentemente sin rumbo, tenía un curso insospechado. En medio de la oscuridad infinita, Eclipse encontró deslumbrante regocijo en el aura que conjuraba la única fuente de luz en aquel mar de sombras: Luna.

Así fue cómo se gestó en el corazón de Eclipse una calidez desconocida. Así fue cómo el tiempo comenzó a descongelarse y, con el andar del mismo, los sentimientos de Eclipse reavivaron cual fuego, poniendo fin al tan largo invierno.

Llegó entonces la primavera y todo parecía florecer alrededor de Luna y Eclipse. Sobre la monocromía brotaron vivos colores. Y una ligera brisa bastó para llevarse aquella atmósfera gélida. Pero los vientos no solo se llevaron los vestigios del invierno, sino que trajeron consigo olores y novedades. Fue el viento quien le llevó a Eclipse un perfume de fascinante belleza. Fue el viento y no hay que olvidarlo. El viento que todo lo mueve, que todo lo cambia.

Eclipse siguió al viento a través de estrechos caminos entre las montañas hasta un recóndito recinto donde se erigía un solo árbol. Sin duda alguna, era este del que emanaba un encantamiento tan sublime. Elipse quiso sucumbir, rendirse ante aquel devastador encanto y entregarse para siempre a las profundidades de aquel trance. Pero, en ese momento, ocurrió algo crucial. Aun bajo los efectos del hechizo encadenante, Eclipse no pudo evitar pensar en Luna. No podía permanecer en aquel diminuto paraíso si implicaba aceptar su lejanía. Así de intensos se habían vuelto sus sentimientos. Fue así, de pronto, como cuando nos percatamos de que la primavera ha devenido verano.

Eclipse recogió sus pasos de vuelta hacia Luna y le contó sobre su hallazgo. Pero Luna no parecía compartir su entusiasmo. De hecho, parecía invulnerable al conjuro de los perfumes que el viento esparcía. Fue más bien Luna quien condujo a Eclipse por un interminable espiral de escalones que descendían hacia una oscuridad profunda. Poco antes de llegar al fondo, Eclipse se percató del sutil murmullo del agua. Luna extendió una mano e hizo brotar una luz subterránea. A su alrededor se acumulaban una infinidad de libros y debajo un perfecto espejo de agua irradiaba la hasta hace poco espesa penumbra de la caverna.

Era la Fuente de los Archivos Olvidados, reconoció Eclipse. Allí reposaban todas las historias que la historia había borrado. Entre ellas, la historia de un perfumista perdido, también llamado el Enemigo del Viento. Dicho personaje añoraba toda belleza efímera del mundo: la lozanía de las flores, la luz del ocaso, la decadencia misma... Se sabía aferrado, pero no conseguía resignarse al destino irremediable de las cosas que amaba. Se decía que él tenía la capacidad de percibir la esencia de las cosas a través de sensaciones inexplicables para el resto de personas: los aromas. Fue así como se avocó a la tarea de enfrascarlo todo. Pero esto no lo llenó. Pues cada vez que destapaba un frasco podía recordar su esencia, pero a la vez esta se escurría en el aire, dejando un recuerdo cada vez más vago de lo que alguna vez fue. La vejez fue consumiendo al perfumista y temió por su propio final. Fue entonces que se preguntó cuál sería su esencia. La añoranza, por supuesto. Nadie sabe cómo lo hizo, pero en un arrebato de sus últimas fuerzas, se dice que este personaje fue capaz de capturar la esencia de la añoranza y enfrascarla como cualquier otra. Sin embargo, esta no era cualquier otra, pues la añoranza lleva el carácter de lo imperecedero. Algunas versiones cuentan que el perfumista se sublimó a sí mismo, desapareciendo por completo. Otras, que partió a una travesía consagrada a nuevas obsesiones. Pero que antes de partir, vertió una gota de su último perfume en algún lugar oculto y de allí creció un árbol de un solo fruto. Otros son los relatos que advierten sobre las tragedias que han de caer a quien coma de él.

Eclipse apartó la vista de la superficie del agua, donde se había proyectado el relato. Miró a Luna a los ojos y supo que su luz menguaba. Y que inexorablemente acabaría por apagarse por completo. Fue así como Eclipse lo entendió con terrible claridad. Fue así como entendió que la calidez de sus sentimientos era lo que había desencadenado su propia tragedia. Había descongelado el tiempo y con él, el desalmado obrar del viento, que todo lo arrebata, que todo lo lleva. Por primera vez, Eclipse temió que todo terminara y, de pronto, la calidez de su interior se sacudió amenazada, tembló, marcando el fin del verano y el inicio del otoño.

Lentamente, imperceptible para aquellos cuya visión está reducida al momento presente, las hojas de los árboles se secaban, las flores se marchitaban, los colores se opacaban... Eclipse era capaz de percibir la decadencia en cada una de las cosas con plena lucidez. También en Luna. No había sonrisa que escapara del regusto amargo de lo inminente. La desesperanza lo anegaba todo, lo iba sumergiendo de a pocos. Cuestión de tiempo, de algunas lágrimas más, era que ese mar terminara de tragarlo todo. En ese letargo de melancolía se encontraba Eclipse, cuando el viento volvió a soplar llevándose más hojarasca muerta hacia el olvido. No todo habría de perecer, pensó. Eclipse se incorporó. Luna trató de evitarlo. Pero Eclipse ya había emprendido el camino hacia el último legado del perfumista.

Cuando llegó hasta allí, volvió a postrarse ante el melifluo conjuro que proyectaba el árbol sobre la atmósfera que lo rodeaba. Ese perfume que antes le había parecido de inefable belleza no mostraba rastro de los estragos del tiempo. Algo había cambiado, mas no era el perfume en sí, sino Eclipse, quien ahora era capaz de reconocer aquel aroma que le suscitaba tan sublime embeleso: ese aroma era... ¡Era el aroma de Luna! Eclipse se entregó al hechizo seductor y al acercarse avizoró el fruto del que hablaba el relato. Sostuvo aquella esfera radiante y comprendió que en ella se condensaba la esencia de aquel perfume llamado Añoranza, la Lágrima Primordial, el Principio de lo Imperecedero.

Eclipse mordió el fruto y Luna lanzó un gemido. Eclipse se volvió de inmediato y posó sus ojos en los suyos. Luna sostuvo su mirada sin poder encontrar a Eclipse en ella. Entonces supo que había ocurrido. Ya era irremediable.

Fue un otoño largo, como suele ser la agonía. Eclipse y Luna siguieron juntos durante aquel tiempo. Aparentemente nada había cambiado. Pero Luna sabía la verdad. Debido a la maldición del fruto prohibido, Eclipse se había vuelto incapaz de amar a Luna. Eclipse ahora solo podía amar sus propios recuerdos. Sus recuerdos de Luna, los cuales añoraba cada vez con más aprehensión. Lo que quedó del otoño no fue más que un juego cruel a la sombra de lo que alguna vez habían sentido. La obsesión y la ceguera de Eclipse se exacerbaron más allá de cualquier punto de quiebre. Solo entonces Luna supo que el otoño había llegado a su fin, tomó a Eclipse en sus brazos y recitó un último conjuro. El encantamiento encerró a Eclipse en una esfera traslúcida y brillante. Allí Eclipse descansaría eternamente en una prisión de recuerdos, donde la calidez de sus sentimientos jamás se apagaría. Luna le dirigió una última mirada, lo depositó en un río de luz y dejó que la corriente se llevara su corazón.

Así se estableció el segundo invierno. Este invierno. Sí, este frío que nos rodea: el invierno más crudo de todos los tiempos. Aquel en el que el paso de las estaciones no son más que el regusto de remotas remembranzas, el recuerdo de un romance que se repite y se repite.

 ¿Quién ha de decir que ha conocido el enamoramiento, la nostalgia y el sufrimiento? Yo he de señalar aquello que hoy llamamos Sol y decirles:

"Eclipse, quien se encuentra ardiendo al centro".

El Segundo InviernoWhere stories live. Discover now