Capítulo I

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Hace tiempo, en una solitaria playa de piedras de Punta Burshem, República de Chile, un pescador halló encallada, entre unos aparejos, una botella que albergaba un trozo de pergamino dentro

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Hace tiempo, en una solitaria playa de piedras de Punta Burshem, República de Chile, un pescador halló encallada, entre unos aparejos, una botella que albergaba un trozo de pergamino dentro.

El contenido resultó sorprendente y estremecedor por partes iguales, debido a que el mensaje (si es que realmente había uno) estaba encriptado y la firma aparentaba ser la del más grande asesino en serie que el país vecino, Argentina, había llegado a conocer: Cayetano Santos Godino, alias “El Petiso Orejudo”.

Dicho reo había muerto hacía unos cuantos años atrás en el presidio de Ushuaia, en la Isla Grande de Tierra del Fuego, sitio que, por su ubicación en el extremo austral del planeta, era conocido como la “Cárcel del Fin del Mundo”. Un lugar famoso por alojar a los presos más despiadados e infames del país, entre los que figuraban desde asesinos en serie, violadores, hasta presos políticos. 

En esa época estaba finalizando mi carrera de periodismo y tenía un empleo menor en la prensa local. La fascinante noticia me pareció un buen tema para trabajar en la tesis final, por lo que le solicité a mi jefe que me concediera cobertura inmediata. La petición me fue negada y asignada a colegas de mayor experiencia y trayectoria. Pero, casi de manera inmediata, el material fue considerado como “información sensible” por parte de las autoridades chilenas y argentinas— las cuales ya estaban al tanto del hallazgo— y fue negado su acceso a la opinión pública. 

Claro que para ese momento las fotos del manuscrito ya se habían filtrado a la oficina y me había asegurado de obtener una copia, la cual salvaguardé en mi casa para realizarle una inspección minuciosa. 

Siempre he sentido especial fijación por el área criminalística y tener aquel documento en mis manos, aunque no fuera la fuente original, provocó que el corazón se me acelerara. Empero, cuando me puse a analizarlo, comprendí por qué mis compañeros de trabajo dudaban a cerca de la existencia de un mensaje e incluso de la veracidad de su procedencia e identidad del artífice. 

En la imagen se reflejaban una serie de números o ecuaciones numéricas, alternadas con lo que parecía un alfabeto rudimentario, o dicho de otra forma, toscas letras.

La firma, ubicada al final, era lo único que se vislumbraba con claridad. En esta figuraba el nombre del “Criminal Lombrosiano”, el “Asesino de Infantes”: Cayetano Santos Godino. 

Su historia no me era indiferente, ya que había seguido de cerca su caso, más que con fines investigativos por curiosidad mórbida, y sabía que aquel era un alienado mental cuya imbecilidad le había impedido desarrollar un aprendizaje normal, por lo tanto, no había podido aprender a leer o escribir de manera adecuada, a excepción de su firma. 

Con este dato en mente, y la comparación de la misma con la firma impresa en una fotografía  publicada por un diario argentino tiempo atrás, que tuve a bien conservar, fue fácil comprobar su autenticidad. En ambos documentos el nombre Cayetano estaba escrito con “G” y en ambos le faltaba la letra “S” del final a Santos. Por lo tanto, era probable que la firma fuera legitima, era eso o estaba  frente a un gran imitador. 

Por otro lado, también era viable que aquel sujeto hubiera podido introducir dicho mensaje en una botella, arrojarla al mar y que la misma llegara a costas chilenas, porque los malvivientes realizaban actividades de trabajo fuera del presidio, incluso cerca de la playa. El resto lo habían hecho las mareas y la corriente del canal de Beagle.

El plazo de tiempo también me pareció factible, puesto que cualquier persona entendida sabe que uno no arroja un objeto al agua y al minuto llega de una costa a otra por arte de magia. El viaje puede llegar a tardar años y diversos factores climáticos intervienen. 

En cuanto al mensaje en sí mismo, este requería un examen más detallado y una lógica muy diferente a la que estaba utilizando. 

Ya he determinado que Godino era incapaz de escribir, pero los números los conocía muy bien y la mayoría de los símbolos impresos en el documento eran números. No obstante, otros formaban parte de una rustica caligrafía, eran letras realizadas con trazos gruesos y temblorosos.

Una persona sana mentalmente podía hacer estas distinciones con claridad, pero ¿qué tal si Godino empleaba las pocas letras que conocía, aquellas que era capaz de plasmar y atribuir su correspondiente significado y los números, más fáciles de manipular y graficar, de manera indistinta? ¿Qué tal si lo que tenía frente a mis ojos era una especie de lenguaje “alfa decimal”?

El mensaje iniciaba con los siguientes números, ubicados en la esquina superior izquierda de la foto:

1 11 1944 

Aquellos bien podían ser parte de una fecha. Día, mes y año en el que fue escrito el pergamino. En tal caso, el mes y el año serían coincidentes con la época de muerte del autor: Noviembre de 1944.  

Después se pasaba directamente al resto del mensaje escrito de corrido y de forma desprolija.

Transcurrido cierto lapsus de prueba y error,  me fue posible atribuirle un significado alfabético a cada símbolo numérico. Esto lo hice por mera similitud. El cero era parecido a una “O”, el cuatro a una “A”, el número uno me pareció una “I” inicialmente y luego lo cambié por una “L”, el nueve era una “P” al revés y así sucesivamente. La equis me resultó similar al símbolo de multiplicación y por ello podía leerse como la palabra “por”. 

Una vez que establecí un sistema de cambio de números por letras, pude hacer una secuenciación de los datos y separarlos en “palabras” que formaban una oración. 

El mensaje original se veía de esta forma:

El mensaje original se veía de esta forma:

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Diario del fin del mundo #PGP2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora