Mi puta virtual

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Desde hacía un buen rato estaba dándome cuenta de que quizá estuviese haciendo algo espantosamente mal. Mi cabeza era esa noche un hervidero de ideas calenturientas, sospechas que rozaban la paranoia y cábalas ilógicas fuera de todo lo razonable. ¿Acaso era justo para mí mismo que fustigase mis sentimientos de aquella manera? Aún más torturante era tratar de responder a otra pregunta: ¿Acaso ella sentía lo mismo por mí que yo hacia ella?

Aquel jueguecito estúpido del cibersexo se había vuelto para mí en algo más serio, y no fui capaz de apercibirme de ello. Simplemente dejé que ella fuese ocupando poco a poco un lugar cada vez más importante en mi mente, tomando la forma de una auténtica diosa del placer. Pero sin pretenderlo siquiera se me fue de las manos, y para cuando ella quiso pedirme una cita real yo ya estaba enamorado hasta el tuétano.

Durante todos aquellos meses previos ella había estado desempeñando el papel de mi puta virtual particular, y yo a cambio había jugado a lo mismo. Nos habíamos proporcionado placer en la distancia como dos perfectos desconocidos que juegan a algo demasiado peligroso. El resultado fue en principio fatídico.

Allí estaba yo, esperando en mi apartamento hecho un manojo de nervios. La esperaba a ella. Y la esperaba haciendo lo que menos debía hacer: toqueteándome la polla como si temiese que de un momento a otro se me fuese a gangrenar. Bien era verdad que nunca había sentido el menor pudor al reconocer que me masturbaba mientras hablaba con ella, más que nada porque ella también solía reconocerme que se metía los dedos imaginando que era yo quien lo hacía.

Pero aquello era distinto. En verdad íbamos a estar juntos, retozando sobre mi cama y follándonos el uno al otro como cualquier pareja convencional. Pero, ¿éramos una pareja convencional?

El timbre de la puerta me hizo dar un brinco. Eché a correr por el pasillo mientras me metía de nuevo la polla en los pantalones. Al abrir la puerta la encontré en el descansillo de la escalera, sonriéndome como si tuviera muchos secretos que desvelarme.

-Hola -me dijo, simple y escuetamente. Yo tragué saliva, intenté devolver el saludo, y todo cuanto salió de mi garganta se redujo a un desagradable gorjeo áspero. A ella no pareció importarle aquella ridícula bienvenida, y poniéndose de puntillas llegó a besarme. Eran los suyos unos labios cálidos y blandos, llenos de timidez pero preñados de sensualidad. Sin proponérmelo apenas me puse duro de nuevo, pero aquella vez no habría manera de rebajar la hinchazón más que de una manera.

No dije ni una sola palabra más. La abracé casi instintivamente, me aferré a su boca y la hice pasar a mi casa, cerrando de un portazo. Creo que escuché gritar a uno de mis vecinos, quejándose por el fuerte golpe, pero me importó más bien poco. Todo lo que me importaba era que ella estuviera bien. Y por el modo de besarme y de acariciarme intuí pronto que se encontraba mejor que bien.

Mientras recorríamos el pasillo sus brazos rodearon mi cuello y su lengua pareció hacerle el amor a mi boca. Antes de que me diese tiempo a pensar en mis dudas de hacía unos minutos comencé a desvestirla. Desabroché los botones de su camisa mientras continuábamos comiéndonos la boca el uno al otro, dejando poco después su sostén negro al descubierto. En un fugaz vistazo observé su escote, joven y delicioso. Mis ganas de quitarle los pantalones pugnaron contra las de lamer aquellos pechos suyos que con solo mirarlos ya me mareaban. No supe si atender primero a sus caderas o a sus redondos senos, de seguro hechos de azúcar y miel. Toda ella me volvía rematadamente loco.

De alguna manera nuestros pasos nos llevaron a la alcoba, donde ya se podía percibir lo inevitable. La cama nos esperaba impaciente. Y no la hicimos esperar mucho. El primero en caer fui yo. Ella comenzó a palparme la dura entrepierna, hasta bajarme la cremallera y sacarme con delicadeza la polla. Lo siguiente que recuerdo es sentir cómo comenzaba a mamármela, primero con timidez, pero cada vez más y más suelta, llegando incluso a hacerme daño con cada succión. Aquella mezcla de intenso placer y dolor liviano hizo que me excitase hasta lo indecible. Y ella lo sabía muy bien.

Fue entonces cuando yo me arriesgué a tomar la iniciativa. Me levanté de la cama, cogí a mi chica -porque lo era- y la obligué a tumbarse boca arriba. Ella, riéndose de una manera que jamás podré olvidar, obedeció a mis caprichos, y antes de poder darlos a entender abrió sus piernas, deseosa, expectante, hinchada, radiante. El olor que desprendía era capaz de enloquecerme, y sin apenas pensarlo la embestí con rudeza. Al momento estimé que me había excedido a juzgar por su quejido, pero después me di cuenta de que no se había tratado de ninguna equivocación.

Sentí su cuerpo tembloroso a merced del mío, sus entrañas ardiendo y envolviéndome en llamas, la humedad de su vagina haciéndome perder el sentido. Continué penetrándola rítmicamente, cada vez más rápido, arrancándola gemidos y jadeos de la garganta. Hundí mi rostro entre sus pechos y la vi convulsionándose mientras chillaba. Acababa de llegar al orgasmo, y darme cuenta de eso me hizo llegar a mí también. Empujando una última vez me corrí dentro de ella, derramándome en sus vísceras. Ni ella ni yo sentimos nunca nada parecido hasta esa fecha, aunque a partir de ella hubo más encuentros, muchos más.

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