El enredo

225 37 80
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


A mi estimada maestra de universidad, Velia Herrera.


Aquel maduro hombre caminaba desesperado por ese bosque raro, dando vueltas por todas partes. Creía llevar horas y horas haciéndolo, preguntándose en dónde estaba. Miraba entre los troncos de los altísimos y frondosos árboles pero no ubicaba un punto fijo al cual dirigirse: había perdido toda noción del tiempo que llevaba vagando sin rumbo alguno en ese sitio. Iba con prisa, mucha prisa, y no tenía la más mínima idea de cómo salir de esa vereda por donde creyó que podría hallar un atajo para llegar más temprano al trabajo esa mañana.

No obstante, lo que más le preocupaba era retrasarse para atender las citas pendientes en la oficina, pues ese día se llevarían a cabo una serie de reuniones para firmar algunos contratos. Siguió andando, tratando de no manchar su costoso traje ni sus elegantes zapatos, sosteniendo consigo un pesado maletín negro con forro de cuero, atestado de importantes documentos.

De repente, durante su andanza, se encontró con una pequeña niña solitaria que vagaba libremente por ahí, descalza, jugueteando con las hojas secas de los árboles sobre el piso del bosque: ella se agachaba para recogerlas en sendos manojos y después lanzarlas muy alto en el aire, viéndolas caer nuevamente mientras bailaba una melodía imaginaria bajo la lluvia de hojas. Tenía una melena de largos cabellos rojizos y facciones muy simpáticas: reía alegremente de lo mucho que se divertía sola en la quietud del sendero, a la sombra de los árboles.

Cuando la vio, el hombre se apresuró a pedirle orientación.

—Oye, chiquilla, ¿sabes cómo puedo salir de este bosque? —preguntó sin siquiera presentarse, haciendo que la niña interrumpiera su juego.

Ella volteó y lo miró de reojo. Aunque era un desconocido, le sonrió y después respondió con cortesía:

—No. No sé, señor.

Enseguida continuó recogiendo y lanzando al aire otro manojo de hojas para inmediatamente recostarse sobre el suelo y dejar que estas cayeran sobre su rostro y su vestido, causándole un nuevo estallido de pueriles risas.

Él se sintió un poco frustrado por la respuesta de la pequeña niña, además de molestarse por el hecho de que esta simplemente siguiera jugando, como si él no estuviese ahí, preocupado e impaciente, cargando con su pesado maletín. Sin embargo, trató de contenerse y entonces probó haciendo otra pregunta:

—¿Sabes acaso qué hora es, niña?

—No, señor, eso tampoco lo sé —respondió, todavía acostada en el piso del bosque: ahora se hallaba agitando los brazos y las piernas para formar la silueta de un ángel sobre la alfombra de hojas amarillas y rojizas.

Para ese momento, el hombre comenzó a sentirse decepcionado. Se le ocurrió que no podría salir jamás de ese lugar o que perdería los jugosos tratos que esperaban por él en la oficina, además de sus bonos por la perfecta racha de puntualidad que había mantenido con tanto esmero desde el día de su contratación hasta antes de esa mañana cuando quiso llegar todavía más temprano para preparar su discurso ante los inversionistas que acudirían al prestigioso despacho... Se arrepentía amargamente de su arriesgada decisión al probar ese atajo, y una nube gris de ideas abarrotó su cabeza.

El enredo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora