Capítulo 25. La sombra del dolor

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Observo el canal Singel correr por la ventana al acceder a esta veneciana ciudad. Mi cuerpo se electriza cada instante un poco más, como si el viento que corre me anticipara una catástrofe.

Tengo el estómago cerrado, no pude comer un bocado en todo el viaje y estoy empezando a sentirme intensamente mal. Decido volver a la cafetería en busca de algo para alimentarme para  no desmayarme. He adelgazado unos kilos en estos últimos días, el jean baila holgado en mi cadera.

Si bien viajan pocas personas, el silencio que predomina en este tren, me está empezando a helar por dentro. Es como si viajara en una locomotora fantasma.

Me quedo suspensiva frente a una máquina expendedora de refrescos y tentempiés, hasta decidirme por un paquete de papas fritas. Mientras hago crujir una sin mucho entusiasmo, el celular comienza a sonar como una sirena y mi cuerpo se pone en alerta. ¡Es Diego, al fin!

—Ey, hola... no me atendías, ¿qué pasa? —digo expectante.

Se escuchan ruidos, como si fueran golpes y su respiración. Me sobresalto un poco.

—Hola, Azul. —Su voz se escucha lejana, no la oigo bien; no reconozco su tono. Se escuchan interferencias.

—Me asustaste Diego, ¿estás bien?

Mi corazón late a más de cien por hora.

—No, no estoy bien —Su voz suena turbada —. Ni voy a estar-lo —. Se oye borracho. Es un Diego irreconocible.

—¿Dónde estás? estoy por llegar a la ciudad, quiero verte.

Sigo escuchando sonidos que disparan hipótesis angustiantes y me erizan cada vez más la piel.

—No te voy a dee-cir. —Suena intoxicado.

—Diego, por favor, estás actuando raro, ¿estás drogado?

Mi mente se desespera por encontrar palabras para mantenerlo al habla. Cada segundo que pasa siento que va a cortar. Se escucha un hipo junto a un clic metálico. Varios pinchazos en el cuerpo me levantan del asiento.

—Puede ser, hice el recorrido que teníamos pautado en nuestro viaje ideal —Termina la frase gritando. El miedo comienza a recorrerme en espiral frente a la incertidumbre —, y me dí cuenta que nada va a volver a ser igual, para ninguno.

Sus palabras llegan como sentencias dramáticamente incuestionables, pero quiero sostenerlo allí.

—Por favor Diego, ¿qué decís? me asustas —Hago una pausa para tragar, tengo la boca seca—. Mirá, estoy llegando en pocos minutos a la estación central, encontrémonos ahí por favor —suplico.

Se corta el llamado y un enorme vacío se apodera de mí, siento como si su mano se hubiera soltado de la mía. El tren desciende la velocidad y se suceden las paradas que anticipan la llegada a la estación central. Mi ansiedad está en niveles insostenibles, quiero saltar del vagón e ir corriendo a buscarlo.

Vuelvo a marcar su número una y otra vez, mecánicamente, pero solo atiende el contestador.

Finalmente, el tren se detiene y comienzo a tropezar con la gente intentando bajar más rápido que el resto con mi bolso a cuestas. La estación es enorme, hay múltiples carteles e insignias junto a hordas de personas que se mueven en bandadas como pájaros. Mi angustia aumenta temiendo no poder encontrarlo si decide venir. Los minutos pasan y me quedo petrificada a la vera del tren en una espera implosiva, mientras algunos pasajeros chocan conmigo como si fuera una columna de mármol. Finalmente logro divisarlo en la lejanía.

—¡Diego! —grito ferozmente con el alma volviendo al cuerpo.

Sus ojos me enfocan a una distancia de cien metros, se lo ve desmejorado, harapiento. Empiezo a correr hacia él con el corazón ardiendo de palpitaciones. Él simplemente está detenido, como si fuera una sombra de sí mismo. Llego agitada y le tomo la mano. Está helada, me produce escalofríos.

—Ay Diego, tengo tanto para decirte —sostengo sollozante.

Sus ojos están nublados, ausentes.

—Solo quería verte por última vez —suelta con voz fantasmagórica.

—¿Por qué decís esto Diego? ¿qué locuras hiciste? Tomaste algo que no te hizo bien —grito desesperada. Lo tomo por los hombros sacudiéndolo y miro sus pupilas, están completamente dilatadas.

—Ya es tarde Azul, solo vine a pedirte perdón... —una lágrima se desprende zigzagueante por su pómulo, inundando la incipiente barba.

Mis ojos se inundan de una tristeza milenaria y antes de que pueda decir palabra agrega:

—Y ni siquiera lo siento, porque estoy lleno de furia, no puedo más con esto.

Me toma la cabeza débilmente y roza sus labios con los míos, mientras cierro los ojos de dolor y nuestras lágrimas se transforman en un único océano de sufrimiento. Se me eriza la piel por completo de culpa, de rabia, de tanto amor transitado. Sus labios se sienten transparentes al punto que creo estar alucinando con su presencia, me quedo sin aliento. Vuelvo a abrir los ojos y ya no está. Solo lo veo correr.

—¡Diego, volvé! —chillo sin fuerza, como en los sueños en los que se quiere gritar y la voz no sale.

Comienzo a correr, pero hay tanta gente que no puedo avanzar, es la misma sensación que la de una pesadilla persecutoria: las piernas pesan, la personas estorban, todo se hace cada vez más lento hasta que finalmente lo pierdo de vista. Me quedo sin aire, otra vez, una daga me atraviesa entera.

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