Capítulo 1: Error

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Dicen que todas las grandes historias comienzan con un error. En mi caso fue con varios.

El primer día de clases me levanté desanimada. Había soñado que corría detrás de un automóvil que se alejaba a pesar de que yo gritaba, rogándole que se detuviera. Me daba miedo lo inalcanzable y la falta de control, la soledad y el abandono. Empezar la escuela me preocupaba, sabía que me esperaban meses agobiantes.

Dejé mi dormitorio en pijama, fui al baño y al salir espié la habitación de mamá. Me pareció que la cama estaba vacía, así que empujé un poco la puerta entornada. Hallé el desorden habitual; no había rastros de ella. Lo más probable era que ni siquiera recordara que era mi primer día del último año de escuela.

Me vestí con una falda cuadrillé, medias bordó, una camisa y un cárdigan. Me puse unas botas negras y recogí mi cabello rubio en una trenza. Un poco de maquillaje me ayudó a destacar mis ojos verdes y mis labios carnosos. Si había heredado algo de mi madre, era su apariencia. Al menos lucía atractiva, y eso me servía para fingir seguridad frente al mundo.

Mientras preparaba el desayuno, oí la puerta. Los tacones de mamá repicaron en el piso de madera del recibidor. Intuí que se los había quitado debajo de la mesita decorativa cuando de pronto dejaron de sonar. A cambio percibí su energía, sabía que se estaba acercando.

–¡Lizzie! –exclamó, risueña. No me gustaba que me llamara así, ese seudónimo me estancaba en mis ocho años–. ¿Estás preparando café? ¿Me convidas un poco? Tengo que estar en la oficina a las ocho.

La espié por sobre el hombro mientras se dirigía a su habitación: vestía una falda negra, camisa blanca y zapatos de tacón; lo mismo que se había puesto el viernes. Llevaba el pelo suelto y desordenado, y cargaba con el maletín del trabajo. Tal como sospechaba, no había regresado a casa en todo el fin de semana. Por suerte yo había pasado la noche del sábado en lo de mi amiga Val y no había tenido tiempo de preocuparme por mamá. Bueno, a decir verdad siempre me preocupaba por ella, pero el colegio y mis amigas me servían para hacer de cuenta que no.

Mientras le servía una taza de café, maldije ser tan estúpida. Mi humor empeoró a un ritmo vertiginoso. ¿Por qué cada vez que comenzaba un nuevo año de escuela tenía la tonta ilusión de que algo cambiaría? Ni siquiera me fijaba en el Año Nuevo, para mí el tiempo se delimitaba en función del colegio, y estaba cansada de hacer tanto esfuerzo. Todos los años anhelaba un futuro distinto y a cambio siempre me encontraba en el mismo presente desgraciado.

Dejé las tazas sobre la mesa y serví los huevos revueltos. Abrí el refrigerador: estaba casi vacío. Por suerte encontré un poco de jugo de naranja para complementar el desayuno. No había leche.

Oí la ducha mientras ingería lo mío. Mamá reapareció vestida con otra ropa de oficina cuando yo ya casi terminaba. Se había peinado y maquillado; lucía radiante y hermosa. El tiempo no transcurría para ella y, además, tenía solo treinta y seis años. Físicamente, éramos muy parecidas.

–¿Qué haces levantada tan temprano? –preguntó, revolviendo sus huevos a la velocidad de la luz.

–Hoy es mi primer día del último año de escuela –expliqué sin emoción.

–¡Vaya! –me miró por un segundo–. ¡Cómo has crecido! ¡Qué rápido pasa el tiempo! –estiró la mano y asentó unos billetes arrugados sobre la mesa–. Te dejo dinero para lo que necesites.

Miré los dólares; sospechaba de dónde provenían. No quería nada de su jefe, pero necesitaba comprar comida.

Mamá siempre me trataba bien, siempre estaba contenta. Me daba dinero cada vez que nos veíamos, jamás se enojaba por nada ni me controlaba como los padres de mis amigas. Cualquiera diría que tenía la madre que todos soñaban, pero yo no lo sentía así.

Serás (primeros capítulos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora