A Izarne le gustaban las mañanas de niebla y rocío, los picos de los montes cubiertos de nubes y la cueva desde la que Mari cuidaba del Valle. Aún de madrugada avivaba los rescoldos de la noche, colocaba cuidadosamente pequeñas estacas de madera seca y los leños gruesos, luego disponía sobre la parrilla las piedras lisas que, una vez calientes, templarían la leche del desayuno. Dejó sobre la mesa el tazón humeante para Izaro y salió fuera a tomar el suyo mirando hacia el cielo. Según estuviera este, decidiría la labor a hacer aquel día.
Las ventanas del caserío necesitaban una mano de pintura, pensó, la humedad iba agrietando la madera y dentro de poco se pudriría si no se hacía algo. Suspiró y se dirigió al establo a ordeñar las vacas. ¡Había tanto que hacer! La vida empezaba a asomar abajo, en Mendigorri, la aldea a la que pertenecía el caserío Landetxe, la casa de su familia generación tras generación. Izaro y ella apenas bajaban al pueblo, solo para vender la leche, quesos, huevos y otros productos de su trabajo y comprar lo que no podían conseguir con él. No eran bien recibidas en la aldea, las miraban con prevención y se volvían al verlas pasar haciendo comentarios en voz baja. Cuando volvía a casa una mañana, un hombre se acercó a Izarne, agarró las riendas de la mula y paró el carro y le dijo: Voy a darte a probar eso que no quieres y verás cómo te va a gustar, matxorra.
El resto del relato lo podréis leer en mi blog Pequeñas Historias
http://xderosa.blogspot.com.es/2014/09/arriba-en-la-casa-de-mari.html