Capítulo 4

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Iba a devolverse a Nueva York. Claro que iba a hacerlo, ese era el jodido plan, como cada vez que aterrizaba en Chicago. Consistía en solo ver a Giles y en este caso, a su hijo recién nacido, para volver pitando a su hogar. Sin embargo, estaba indeciso, luego de presenciar el episodio de impulsividad de Gillian queriéndose suicidar... No sabía que debería hacer. 

No tenía que preocuparse por ella, pero estaba claro, que nadie más estaba habilitado para cuidarla. El más claro ejemplo fue esa noche, estaba sola y nadie la había seguido para comprobar que se encontraba bien cuando salió del hospital. Fue ágil y subió como un tornado las escaleras, no estaba pensando claramente y tan solo recordar un poco de esa noche le erizaba los vellos al pelinegro. Le daba pavor pensar en las consecuencias si él no hubiese estado presente. 

Quería irse, su mente le gritaba que no podía permanecer un segundo más en esa mansión, pero también estaba esa parte impulsiva e irracional que había vuelto a la vida justamente en esa casa a manos de Gillian, la cual le gritaba que no podía irse así, sin saber que cuidarían bien de la misma. 

Así que antes de marcharse el lunes por la noche en el vuelo, decidió reunirse con Ambrose en un bar, lejos de la mansión y su burbuja. No había sido tonto, antes de salir le había dejado en claro a Theresa que debía cuidar de ella y que si veía algo raro, no dudara en llamarlo.
Sin embargo, se encontraba inquieto mientras esperaba a Ambrose en un apartado VIP y se bebía un Whiskey. No podía dejar de pensar en el dolor que atravesaba Gillian, le hacía sentirse horriblemente bajo presión todo el tiempo, de alguna manera, ella lograba hacerlo sentirse como el culpable de su terrible tormento. 

No podía negarlo, se veía tan afectada y fuera de sí misma. No era ni de coña la chica que había conocido hacia casi un año atrás, estaba literalmente bajo una sombra de depresión que se le veía desde Chicago a la luna. Estaba notablemente baja de peso, lo sabía porque la había cargado cuando la levantó de la tierra la noche del viernes y además, sus clavículas estaba más marcadas; no tenía buen color, sus mejillas no tenían ese natural rubor que encantaba a todos; sus ojos casi siempre estaban hinchados o rojizos, lo ocultaba demasiado bien bajo lentes la mayoría del tiempo, pero era innegable para personas observadoras como él; el encierro era evidente en su tono de piel, estaba tan pálida que era sencillamente anormal, podía tener anemia y nadie se inmutaba; y ni hablar de los atuendos que usaba, siempre estaba vistiendo de negro y eso no era nada normal, él todavía podía recordarla usando sus vestidos rosas combinados con abrigos o boleros de alguna paleta de colores que armonizaban con su físico a la perfección. 

Gillian no era Gillian, el dolor surcaba incluso en su aspecto, era la viva imagen de una vida de martirio. El dolor nunca permanece encerrado, siempre sale de alguna u otra forma y el cuerpo podía ser una de esas formas. Eso sí, no podía negar que seguía siendo bella incluso destruida. Continuaba llamando la atención a donde iba, seguía haciendo babear a los hombres como el perro de Pavlov al verla caminar, era sencillamente algo que no se perdía de un día para otro. 

Sin embargo, él odiaba aquello, porque una vez que la veía no podía retirar la mirada por más lo intentase. Era un tonto más, con la diferencia de que él si había disfrutado más abiertamente que todos los presentes, él si tenía las bases para ser un jodido adicto que todavía no se recuperaba del síndrome de abstinencia.

Para cuando vio llegar a Ambrose solo pudo suspirar aliviado e impaciente. Aunque la sensación se incrementó convirtiéndose en irritación cuando se dio cuenta que no venía solo, lo acompañaba Jesse. 

—¡Súper-duper-T! —rugió el rubio manoseándole bruscamente la cabeza y él se sacudió visiblemente molesto. —Vale, ya entendí, estás amargado... Últimamente ese es tu modo, ¿no? 

Tormenta eléctrica ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora