Los rumores los transporta el viento. Siempre hay algo que incita a la gente a crearlos, y cuando los escuchamos siempre nos preguntamos cuanta verdad encierran.
Cuenta uno de ellos, que en una esquina, a dos calles de mi casa, murió un joven. Según dicen algunos, le atracaron y después le dispararon en la sien, y dicen que la sangre llegó a entrar por debajo de un portal cercano. Otros dicen que tuvo un accidente, que perdió el control de su auto, que iba demasiado deprisa. Muchos son los que culpan a los moros de los barrios bajos, con los que el joven tenía deudas. Y pocos cuenta como un rayo se le echo encima porque era un pecador y el castigo era divino.
Poco se yo de dioses o moros. Pero yo he visto a una mujer encorvada, con el pelo ya blanco, descolorido por el paso del tiempo, que cada sábado, sobre la 12 de la noche, acude a la esquina cambiar las flores ya mustias de la semana anterior por otras frescas y coloridas. A veces salgo a esa hora solo para poder ver su figura menuda envuelta en ropas de luto caminar entre la amarillenta y débil luz de las farolas. La gente la llama la “vieja de la esquina” y la mayoría se ríe de su “locura senil” que la hace acudir cada sábado a esa esquina en la que durante media hora llora lagrimas amargas y silenciosas y habla sola, como despidiéndose de un hijo amado o de un amor perdido.
La vieja de la esquina… esa pobre mujer que alimenta la leyenda. Y no puedo evitar pensar que cuando ella ya no este, cuando deje de cambiar las flores, se olvidara todo lo que se cree saber, y también al joven, a la vieja, a las rosas y jazmines. Todos ellos caerán en el olvido. Será como si nunca hubiesen existido. Y la gente callara y la historia se perderá en el viento, al igual que los pétalos de las ultimas flores de la esquina.