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— Ahí —insistió el omega sin perder el puchero en sus labios.

— Vale. Entremos ahí, entonces —comentó Emma con una pequeña sonrisa—Vamos, cariño.

Sin soltar sus manos entrelazadas, Emma dejó que Samuel entrara primero para que pudiera guiarlo hacia aquello que le estaba causando malestar.

No obstante, parecía intuirlo.

— Huele a omega —susurró muy bajito, tomando la cortina entre sus manos— Es... —se calló— Es desagradable —realizó un pequeño mohín, asqueado— No me gusta.

La cara de Emma se tornó incrédula, no por la mención del omega sino porque Samuel finalmente estaba hablando.

La alfa le quitó la cortina de su mano para tomarla en su lugar. La olfateó brevemente y asintió con su nariz arrugada.

— Sí, sí que huele a omega —le dio la razón— Ese omega vivió aquí un tiempo porque intentamos tener algo, supongo —comentó con suavidad— Todo comenzó como un apoyo mutuo para nuestros celos y terminó con él marchándose. En realidad, no importa mucho.

Samuel gruñó bajito.

— ¿Pero ya no? —inquirió.

— No. Por supuesto que ya no, omega —le respondió al instante— Hace muchísimo tiempo de eso y no debe preocuparte nada de esto, ¿sí?

— Pero sigues teniendo su olor en la habitación —susurró con tristeza— Eso significa que... —

— Eso significa que tiré todo lo que había aquí y pensé que podía oler a él, pero no reparé en las cortinas —le interrumpió— ¿Quieres hacer el honor de tirarlas tú?

El rostro del omega se iluminó por completo.

— ¿Me dejarías hacerlo, alfa? —inquirió, incrédulo.

— Por supuesto que sí, mi dulce omega —comentó, besando su frente— No las quiero aquí ahora sabiendo que tienen su olor, y creo que a ti te dará más satisfacción, así que... —pegó un tirón a la tela, rasgándola al momento— Toma, para ti.

— ¡Gracias, alfa! —chilló con emoción, abrazándola fuertemente— ¡Pero mejor dejémoslas aquí! —las dejó en el suelo, apartándolas disimuladamente con su pie.

— ¿Vale? —respondió, dubitativa— Está bien, ¿ya no estás enojado? —inquirió con una pequeña sonrisa.

— No. Ya no estoy enojado, alfa —respondió él con una gran sonrisa— Tu casa es muy bonita, alfa. Me gusta mucho

— ¿De verdad? —Samuel asintió con entusiasmo— Puedes cambiar lo que desees, cariño —volvió a besar su frente— Pero primero tienes que desayunar.

El omega perdió la razón al escuchar aquello.

Nunca antes nadie, ni siquiera sus padres, dejó que el omega hiciera cambios en su hogar.

Aquello se debía a que su madre la había colocado a su gusto con mucho esfuerzo y con el permiso de su alfa, por lo que ni siquiera le dejó cambiar su habitación.

En su antiguo hogar, aquel alfa con el que convivió tampoco le dejó modificar nada, aun cuando rogó todos los días por ello.

La alfa se contagió de su alegría, sintiéndose a gusto en su propia casa por primera vez en la vida.

Colocó un plato con dos tostadas y un zumo de naranja recién exprimido frente al omega. Además, sacó del microondas una taza de chocolate.

Honestamente, la alfa odiaba cocinar. Por ese mismo hecho, prefería comer en su oficina. Sin embargo, podría acostumbrarse si se trataba de cocinar para su omega.

Alfa, quiero un nido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora