Emilia se rebeló con las guerras y las otras formas de crueldad de los seres humanos. (...) "Emilia es filósofa", pensó el vizconde...
Pquyquy Upqua (Corazón Ciego –como era su verdadero nombre en Muisca-) permanecía ajena a este tipo de nombramientos. Las letanías le llegaban de todas partes, pero ella permanecía inmóvil, estoica, valiente ante ese puñado de hombres que alzaban sus rifles y los alineaban hacia su torso desnudo, esperando la orden del vizconde, quien a su vez esperaba a que Emilia finalizara la última voluntad de su discurso.
"Los hombres nacen para morir, pero es la Tierra quien los amamanta. Su leche es la leche de la vida y su leche se pinta en el cielo cada noche para que siempre lo recordemos". El fraile traducía gesticulando, vocalizando, haciendo un gran esfuerzo para que las ideas expresadas por Emilia fueran reproducidas fidedignamente. Pero aunque estuviese inmóvil, estoica y medio desnuda en medio de toda esa gente, aún podía sentir las manos que la sorprendieron por detrás mientras se bañaba en el río. Manos que apretaban, que lastimaban un poco. Una boca que buscó su cuello, la lengua torpe resbalando por sus hombros, sus senos. El golpe al caer de espaldas y el movimiento ya conocido pero que le llegaba ajeno al separar los muslos. El goce, el aliento y las palabras en su cara que le pedían estar quieta, quererla, desearla desde hace algún tiempo, Emilia, algún día vendrás conmigo, ya verás.
"Como el hijo que llevo en el vientre, así es el hombre que se nutre ciegamente a través de un cordón que lo une al infinito, por eso sus actos oscuros nunca germinarán si no se nutren con el amor". También Pquyquy Upqua se esforzaba para transmitir la sabiduría ancestral heredada por Azinansuca Tyba (Anochecer Claro), el abuelo que cada noche reunía a todos en la Gran Aldea para enseñar lo que su abuelo Muysa Comba (Padre Felino), enseñaba bajo una explosión estelar y que a su vez había aprendido de su abuelo Quybuc quisca (Dado al sueño) y así sucesivamente.
El vizconde lo sabía. No podía dar la orden, interrumpir lo que venía. Debía enfrentarlo. "Tengo que tener cojones". Aún podía sentir el cuerpo perlado y tibio en sus manos. Percibir como si estuviese vivo, el olor a sudor, a río, a esencias herbolarias. Sentir el cuello, el sabor en su lengua ansiosa y torpe, que le lamía los hombros y los senos. El goce, ese algo indescriptible que solamente pudo conseguir con Emilia, como la bautizó aquella tarde porque ese nombre le recordaba un amor lejano e imposible. Te deseo Emilia. Quieta. Silencio..., shhh..., así, así... Vendrás conmigo algún día, ya verás. "Pero no. No puedo hacerlo. No puedo hacerte esto Emilia de mis sueños, de mis noches cuando hago el amor a mi esposa y estoy pensando en ti".
Las damas de los colonos continuaban con los rezos. No sabían por qué la decisión del vizconde de fusilarla. Bastaba con orar. Incluso Inés, la señora del vizconde, oraba con fervor, sin sospechar siquiera que el adulterio se manifiesta de formas inimaginables.
Emilia, es sin duda filósofa... Sus labios repetían casi imperceptiblemente las palabras traducidas, provenientes de esa hermosa chibcha. Repitieron cuando dijo que algo en su vientre palpitaba como las estrellas. Que unas manos la sorprendieron en el río, que un hombre la arrebató en el suelo. Balbuceó, con un incipiente sobresalto, que esa silueta a contra luz fue tomando forma y que reconoció por fin al vizconde, que se apretaba el cinturón, pero que ella no podía callar lo que ya era un hecho: su hijo llevaría mezcla de sangres, como el río Amazonas y río Negro, que estando juntos no se mezclan pero conforman una misma agua, una misma sangre de la Tierra. Sangres nobles y nativas. Fue cuando pensó: "Emilia es filósofa"..., y su dedo se levantó tembloroso:señal equívoca y tardía, porque los verdugos abrieron fuego sin esperar. El vizconde cayó en la cuenta de su error. Él solo quería hacerle una seña,transmitirle que eso no iba a suceder, que no lo iba a permitir. No daría ninguna señal de fuego, ellos dos se irían esa misma tarde. Ya todo está dicho,qué más da. Él solo quería decirle que aunque ni el mismo se lo creyera, ya estaba perdidamente enamorado. Un amor furtivo, pero verdadero, como algunas cosas que suelen darse en secreto. Sus pensamientos fueron como un rayo, pero ni siquiera así, alcanzó a llegar hasta Emilia. Se abalanzó hacia ella pero las ráfagas que no acababan de cesar, le alcanzaron la espalda, las piernas, un brazo. Inés, con un grito de horror, aplacó la nefasta secuencia de explosiones.La escena parecía detenerse. Todos quedaron sumidos en una quietud que parecía eternizarse.
Los dos cuerpos yacían en el suelo, Pquyquy Upqua, abrazada por el vizconde. Hubo la sensación de abrazarse los unos con los otros. Una mujer, estupefacta pasó su brazo por la espalda de una anciana nativa. Un hombre fue consolado por otro que le hablaba y le hacía señas intentando explicarle que su jefe colono emprendía en ese momento un nuevo rumbo. Emilia se rebeló con las guerras, con la crueldad en todas sus formas, con el derramamiento de sangre innecesario hecho por los hombres. Quizás esa sería la última vez, Tal vez su sacrificio valdría la pena. Emilia, Pquyquy Upqua, corazón ciego, era también Inés, el vizconde, Azinansuca Tyba, Muysa Comba, Quybuc quisca; era su gente, los colonos y a su vez era sus propios verdugos, la encarnación de todos los hombres y mujeres de la tierra. La filosofía puede ser eso: un corazón que no tiene preferencias al estar ciego. Un sacrificio que recuerda al hombre que liquidarse es un acto insulso. Rebelarse con las guerras y las otras formas de crueldad del ser humano mediante las formas del amor. No queda tiempo para más sacrificios cuando tenemos un hilo que nos une al infinito.
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Py'a Hesa'ỹ
RomanceDicen que un amor puede traspasar todas las barreras, pero cuando un amor traspasa incluso las barreras de la raza y el credo, el final puede sorprender a los testigos.