De compras

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Me desperté de golpe. Estaba segura de que acababa de tener una pesadilla pero no podía recordar muy bien de qué trataba.

– ¿Ya despertó la señorita? –. Preguntó Thomas mientras se ponía una camiseta. En vez de responderle me acomodé en la cama.

– Si te vas a bañar hazlo rápido. –dijo Christian al momento que salía del baño secándose el ondulado cabello.

Me di un largo baño disfrutando de la deliciosa sensación del agua casi hirviendo sobre mi piel. Debido a que mi cabello no se secaba en un santiamén, la blusa se mojó lo cual era malo pues quedó, ya de por sí, transparente.

Me puse el pantalón y los tenis que me habían dado al huir de la casa (para mí, el cuarto de metal) y salimos de la habitación del hotel. Mientras Christian hacía el check out, Thomas me obligó a meter las maletas en uno de los asientos traseros del carro, después me hizo sentarme en el medio para que él pudiera acomodarse a lado de mí acorralándome.

– ¿Ya están listos? –Preguntó Christian al subir al auto.

– ¿No vamos a desayunar? –Lo miré sorprendía, moría de hambre.

– Ten –Thomas sacó bolsas de frituras y galletas de una mochila de hombro que traía–. Su desayuno, madame.

– ¿De dónde sacaste esto? –Le pregunté.

– じどうはんばいき–respondió encogiéndose de hombros. Christian puso en marcha al carro.

– ¿Qué?

Maquina expendedora. Creí que estabas estudiando japonés. –abrió una bolsa de sabritas y empezó a comer.

– Bueno, a la próxima anotaré en mi cuaderno como se dice máquina expendedora en japonés para entenderlo durante mi siguiente secuestro. –Thomas me miró sonriendo ligeramente al parecer le había agradado mi "chiste".

– Eres la secuestrada más considerada que hemos tenido. –puso su mano sobre mi pierna. Intenté quitarlo pero eso sólo hizo que enterrara más sus dedos en mi muslo.

– No quiero ofenderte pero –miré a Thomas antes de ver a su hermano por el retrovisor–, Christian, ¿no quieres cambiarte acá? Es que odio la compañía de tu hermano.

– ¿En qué mundo eso no sería una ofensa? –Thomas fingió estar indignado. Me giré hacia él.

– Tienes razón, sí quería ofenderte. –ambos nos sonreímos de manera tan falsa y tan hipócrita que nos dio risa. Como mi estómago no paraba de rugir agarré unas galletas que (no me había dado cuenta hasta muy tarde) estaban situadas justo sobre la entrepierna del pelinegro.

– Si me hubieras dicho que harías eso hubiese puesto más galletas ahí. –dijo sonriendo perversamente. Miré el nombre de las galletas y acomodé el empaque frente a sus ojos para que viera el nombre.

Príncipe –leí–, algo que tú jamás serás. –una vez más Thomas rió de mi chiste.

– ¿Sabes? Me agrada tu sentido del humor. –pasó un brazo sobre mis hombros.

– ¿Sabes? A mí el tuyo no. –respondí fingiendo que su contacto no me producía náuseas.

– Pero tu me hiciste así, querida.

Tenía razón. Yo le había creado ese pervertido y retorcido sentido del humor.

***

– Por cierto, –dijo Thomas mientras me ayudaba a bajar del carro– nunca te agradecí por haber matado a todas las chicas que... Bueno... Me hiciste matar...

Más allá de las letras #4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora