Latidos

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Tu rostro, tranquilo y relajado, iluminado por la luz del sol que entraba a través de los cristales. Tú, en esa cama, tumbada e inmóvil. Fijo mis ojos en la habitación, que se encontraba llena de flores blancas, tus favoritas.

El sonido del reloj de pared me indica que ya es la hora, y que debo salir del lugar, antes de que me echen a regañadientes y me alejen de ti.

Leves toques en la puerta antes de ser abierta, y tu madre entra y se acerca junto a mí, susurrándome que no debería estar aquí por más tiempo. Asiento, casi de forma mecánica, y me acerco lentamente a ti.

Acaricio tu rostro, algo pálido, y deposito un beso en tu frente con cuidado, impresionado de la fragilidad con la que descansas en esa cama. Ahora es tu madre quién me limpia las lágrimas, para después hacer lo mismo con las suyas propias, y me echa literalmente de la habitación, repitiéndome que no debería estar aquí, que te despida que ya llegó la hora y debe prepararte.

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Desde que nació, siempre estaba completamente protegida por sus padres, que le prohibían realizar muchas cosas que para ella eran divertidas.

Siempre maldecía haber nacido una niña enfermiza, dónde tenía límites por todas partes, no entendiendo cuando era pequeña, el por qué se le negaba jugar con los amigos.

Desde un lugar apartado, veía con nostalgia cómo sus compañeros de clase jugaban, mientras ella se sentía completamente sola. Pero había una esperanza, un pequeño rayo de luz de esperanza que esperaban que llegara pronto.

Pero el tiempo pasaba y esa pequeña esperanza, cada vez se veía más inalcanzable, haciendo que creer, cada vez se empezara a desvanecer.

Todos los días eran igual, desde que su condición empeoró, despertarse cada mañana entre esas paredes color blanco, y ese olor a antiséptico, se había convertido en una costumbre. Miró hacia la ventana, para destapar con esa áspera sábana sus blancas piernas, para posar sus pies descalzos en las frías losas, dirigiéndose hacia la ventana.

A sus diecisiete años, su vida se había resumido en cuidados, recaídas, hospitales, camas y lástima. Mucha lástima. Aunque no se lo dijeran, sabía de sobra que daba lástima a las personas que sabían de su condición, siempre oyendo las frases: pobre, con lo joven que es; ojalá pronto mejore su salud; siempre ha sido una niña enferma...

Sus ojos vidriosos amenazaron con unas furtivas lágrimas, que no tardaron en hacerse presentes y descender por sus mejillas. Se las secó con brusquedad, y agradeció que su madre no se encontrara en ese momento acompañándola.

Salió de la habitación, le habían dicho que lo hiciera acompañada, y que, en cuanto se cansara, descansara, pero deseaba salir a pasear un poco, aunque a su ritmo. Pronto se cansó, y se sentó en una de las sillas de la sala de espera.

Levantó su vista, una vez que inspiró y exhaló varias veces, para toparse con un chico, que notaba que sería un poco mayor que ella, que se encontraba sentado en frente de ella. Su cabeza de oscuros cabellos, la tenía agachada, con sus manos puestas sobre esta.

Llevaba la ropa manchada de sangre, y un poco desgarrada, aparte de que se le veían algunos raspones y pequeñas heridas. Se preocupó, y se atrevió a preguntarle.

—Perdone, ¿se encuentra bien? —se inclinó hacia delante, para así posar una mano en uno de sus hombros. Al levantar el rostro, se topó con unos iris castaños, del color del delicioso chocolate —. ¿Quiere que llame a un médico?

Latidos (One-Shot)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora