1. Dos sombras sobre París.

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"Lograré que las personas comprendan. Lograré que nos acepten."

La luna llena iluminaba París con un fulgor como pocas veces se había visto. Todo ser humano, mayor y niño, se había envuelto en sábanas a la vista de un nuevo día de trabajo. Todo era corriente y aquello se notaba en el aire, pues recorría el cielo una brisa que transmitía la deliciosa tranquilidad de la monotonía.

Los pies de Seth colgaban inclinados al vacío al estar sentado justo en el borde de la Galería de las Quimeras de la suntuosa Notre Dame. Canturreaba para sí mismo una canción en francés que le habían enseñado cuando era pequeño. Y eso había sido hacía demasiado tiempo.

Su pelo extremadamente rizado y negro como el azabache caía por su frente en forma de caracolas, haciendo un contraste con su piel blanca mortecina. Sus ojos, de un color gris que parecía sobrenatural, miraban con curiosidad y cierta chispa de alegría al precioso paisaje que conformaba la ciudad dormida.

En un primer golpe de vista, Seth podría pasar por cualquier chico normal, un veinteañero que se había escapado de la casa de sus padres para observar la plenitud de una de las ciudades más bonitas del mundo.

Pero Seth no era cualquier chico.

Rav apareció a su costado con un gesto de pocos amigos, el ceño fruncido y los labios arrugados haciendo ver que el canturreo de Seth, a sus oídos infernal, no le estaba resultando lo más agradable del mundo. Rav era bastante más alto que el otro muchacho, con una complexión corpulenta— de hecho, casi bestial. Tenía el pelo muy corto, casi rapado, y tan platino que al mirarlo desde la lejanía parecía que no tenía. A Seth le gustaba burlarse de él cada vez que podía, únicamente por ver sus gestos afilarse y su ceño arrugarse.

Sus ojos también desprendían un fulgor atrayente, siendo de un color miel que no pasaba desapercibido. Cualquiera que mirase a Rav pensaría que era un muchacho normal, joven y con un estilo que derrochaba un estilo motero muy personal.

Pero Rav no era un muchacho normal.

Se sentó al lado de Seth y le tendió una bolsa blanca que no dejaba ver el interior. Esto hizo que Seth dejase de cantar, relamiéndose con un gesto casi cómico que alivió el mal humor de Rav.

—Por fin. Pensaba que iban a explotarme los tímpanos.

—¡Eso es que tienes envidia!—, contestó el de menor altura con un gesto despreocupado. Eran totalmente contrarios en todos los aspectos posibles.

Pero había algo que tenían en común.

—Es sangre de la buena. He tenido que colarme en un hospital y todo, así que más te vale que te guste—, reprochó Rav, suspirando.

—Y por estas cosas te quiero. ¿De qué grupo sanguíneo has cogido?

—Cero positivo. Nada de robar sangre rara.

—Ese es mi marido—. Depositó un beso sobre los labios de Rav, provocando que este alejase toda expresión disconforme de su cara y volviese a la tranquilidad.

Rav y Seth eran vampiros. Y no unos vampiros cualesquiera, sino unos de la más alta alcurnia, que habían vivido una longeva vida de más de 300 años. Eran respetados y queridos por toda la comunidad vampírica francesa, unos modelos a seguir.

Y de esos 300 años, llevaban 200 casados según el rito vampírico.

Seth sacó de la bolsa de plástico el montón de pajitas que tenían en casa y que su marido se había molestado en recoger antes reunirse con él. Tomó una de ellas e hizo un agujero en la bolsa de sangre. Tras dar un sorbo le ofreció al mayor, el cual rechazó en un gesto.

Amor, Identidad y MonstruosWhere stories live. Discover now